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La Vida Buena

La Arcadia de las vacas felices

San Miguel, la mayor de las Azores, deslumbra por la belleza melancólica de sus lagos

La Arcadia de las vacas felices

Conocía la existencia de las islas Azores por media docena de lecturas, Antero de Quental, Natalia Correia, cierta melancólica lusofilia que me persigue y la cartografía personal de Antonio Tabucchi en su precioso libro "Dama de Porto Pim" (Anagrama, 1984). El resto me lo imaginaba: una plácida Arcadia, verde y volcánica en medio del Océano Atlántico expuesta a huracanes y terremotos, y esa sinfonía callada de las ballenas flotando como submarinos a la deriva pero en el punto de mira de los torpedos.

Sin embargo aterricé en Ponta Delgada, capital de San Miguel, la isla más grande del archipiélago -62 kilómetros de largo y 15 de ancho, y aproximadamente 140.000 habitantes- y lo primero que vi fue un enorme cartel de bienvenida de unas vacas felices. "Las vacas felices lo agradecen dando buena leche". Algo que el viajero o el turista tiene más tarde la oportunidad de comprobar en el momento en que come el queso de la vecina isla de San Jorge. Cilíndrico y plano, las piezas pesan entre ocho y doce kilos, tipo edam holandés: los mejor curados con un picor suave adquieren incluso una dimensión gastronómica elevada, cercana a la del comté. Las vacas, al parecer, llegaron en el siglo XV gracias a unos colonos flamencos cuando el archipiélago empezó a poblarse. En la actualidad se dice que son más que los azorianos pero eso pertenece a la mitología local, igual que el anticiclón, el Peter's Bar de Horta (Faial) y el avistamiento de ballenas fuera de temporada que ofrecen las pequeñas navieras de ocio fuera a los turistas incautos. Los turistas, claro, no ven absolutamente nada salvo delfines mulares danzando y saltando alrededor de las embarcaciones.

Las ballenas son uno de los reclamos en San Miguel, la isla verde, tan melancólica como el resto pero más evidente en su deslumbrante belleza coinciden quienes han estado en todas ellas. Cuando se sale de Ribeira Grande, en el norte de la isla, para el alto de la sierra camino de la Laguna de Fuego, existe la posibilidad de darse la vuelta y observar la ventana que se abre ante los ojos. Desde allí arriba se contempla la popa gigantesca de un barco, verde y plana, que baja en círculos hasta Rabo de Peixe, el mayor punto de atraque pesquero y curiosamente el lugar donde se encuentra el que dicen es el mejor establecimiento para comer carne de vacuno de San Miguel, el Restaurante de la Asociación Agrícola (Campo de Santana). El verde, azul y amarillo, de tierra y mar, se funden de manera escalonada produciéndo una especie de pasmo que casi nadie acierta a explicarse. De igual modo sucede en las praderas de Porto Formoso, donde se encuentra Gorreana, una de las dos plantaciones de té de la isla, únicas en Europa.

La sensación de melancolía también asalta al que por primera vez ve las lagunas verde y azul de Sete Cidades, a las que se llega enseguida desde Ponta Delgada, la capital, que ha crecido turísticamente gracias a las escalas de los cruceros. Probablemente no exista nada en el mundo comparable. Si la laguna de Fuego, en el cráter de un volcán, surge como una visión extraordinaria y relajante para los sentidos, en medio de una península poblada de criptomérias, montes envolventes, y márgenes poco accesibles, en las lagunas de Sete Cidades es como si los hombres y los dioses hubieran trabajado conjuntamente para crear un escenario divino comunicado por las aguas azules y verdes. Al fondo, el Pico da Cumieira es testigo embelesado de un valle vestido por los colores azules, blancos y rosas de las hortensias, y amarillo de los millones de candeias, la flor de la samba para los brasileños. La tercera de las tres lagunas presencialmente melancólicas de San Miguel es la de Furnas, un mar interior en miniatura cavado entre el Pico do Ferro y una cadena de montañas, además de una serie de casas de veraneo a la orilla del agua, entre calderas, tierras humeantes, jardines exóticos y fuentes termales.

En el pueblo balneario de Furnas se encuentran algunos de los baños calientes -la isla ofrece un spa natural en varios puntos y localizaciones de Ribeira Grande al sureste- de aguas ferruginosas que tiñen los bañadores de los que se muestran dispuestos al mergulho (chapuzón).

Y por último, y no por ello menos importante, el restaurante del Terra Nostra Garden Hotel, primorosa decoración Art Deco, esmerado servicio de los de antes, espléndida carta de vinos locales (de la isla de Pico) y nacionales del continente, y donde seguramente se come el mejor cocido a portuguesa de la isla. Consiste en verduras variadas, abundantes carnes y arroz, cocinado durante horas bajo la tierra. Todas las mañanas a las seis comienza el ritual de enterrar en las calderas los ingredientes. Después del recibimiento de las vacas felices y la propuesta para avistar ballenas, lo primero que le dicen a uno en San Miguel es dónde tiene pensado comer el famoso cocido de Furnas.

Comer bien en una isla generosa en materias primas, buena despensa atlántica, un vergel y vacas, no debería ser un problema, y sin embargo lo es si uno no tiene la precaución de considerar que todo lo que se le ofrece debe ser cocinado de la manera más sencilla posible. Sin preparaciones de autor ni cocineros presuntuosos. Afortunadamente no existen muchos y yo, personalmente, no les voy a recomendar Anfiteatro, el restaurante de Ponta Delgada, donde experimentan con el estómago de los comensales los alumnos de Escuela de Formación Turística y Hotelera, empeñados en darle una vuelta de más a los sensacionales pescados de roca, y en intentar combinaciones imposibles en los entrantes.

La segunda precaución ha de ser mayor: preocuparse de que en los lugares tradicionales donde se asa el pescado al carbón, con la misma insistencia que en el continente, el parrillero no se descuide en la cocción y le sirvan a uno el pescado achicharrado. El pescado a la parrilla en Portugal hay que pedirlo siempre "mal pasado" si se quiere reconocer como tal.

Por último, no hay que olvidarse de probar las cracas, una rareza de crustáceo con un sabor marino embriagador entre el percebe y el cangrejo, que como dice el pintor Ramón Rodríguez, enamorado de las islas, no se sabe muy bien si son para comer o para sorber por la laboriosidad que entraña penetrar en la carne. Y, tampoco, el cavaco, el marisco estrella, una especie de santiaguín que puede llegar a alcanzar el kilo y medio de peso y de sabor algo más dulce que la langosta.

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