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Comidas y bebidas

Fusión, clasicismo y coupage

Detalle de una mesa en La Hostería de Los Palmeros, de Frómista.

Hay un momento para cada cosa y algunos son tan especiales que aportan veracidad a la discutida cocina de fusión. Podemos retrotraernos en el tiempo, por ejemplo, al restaurante Olivier Roellinger, en Cancale (Bretaña), participando de su maravillosa travesía culinaria por los mares y las especias. Con su lubina de aceites florales o su bendito pez San Pedro de las Indias. Roellinger, que siempre destacó por su sencilla y a la vez creativa interpretación de los alimentos, por su sabiduría para establecer ligazones entre un pescado atlántico y los aromas provenientes del Índico, tiene mis simpatías desde el día en que decidió renunciar y entregarle sus tres estrellas Michelin a Jean-Luc Naret, para seguir cocinando con los pies en la tierra sin los agobios del firmamento y dedicarse a su lanoratorio de las especias.

Parecida sensación de felicidad la tuve las veces que comí, en el viejo Restaurant de la Reunión, de la rue Paul Bert, de París, en el barrio de Popincourt, no demasiado lejos del cementerio Père Lachaise, un buen rougail de salchichas o un estupendo curry de pescados. Con João, en su cantinho goés de Lisboa, también me sentí explorando los sabores, aprendiendo a distinguir las especias, una a una por separado, entre el ardor combativo del balchão de gambas, el vindalho (carne de cerdo marinada en vino y ajo), el chacuti (curry de gallina) o el potentísimo sarapatel (plato elaborado con tripas de cerdo o de borrego). El goés es uno de los mejores ejemplos de fusión de una cocina autóctona, la de la India, con la de sus colonizadores portugueses.

Cuando la cocina de fusión nos lleva al olor de los limones verdes, las raspaduras de las limas con las cayenas frescas recién picadas a punta de cuchillo, el color brillante de un pez que acaban de pescar, una gambas empanadas con coco y menta para abrir el apetito, el gusto de la canela, del jengibre. de las vainillas de Madagascar y de Reunion, etcétera. Hablo también de los tiempos en que no resultaba imposible fumarse un cigarro liado con hojas frescas de tabaco, sorbiendo un café brasileño o bebiendo un ron antillano. ¿A quién no le gusta un buen ron añejo?

Menestra y románico. En la plaza de San Telmo justo enfrente de uno de las iglesias románicas de Frómista (Palencia) se encuentra La Hostería de Los Palmeros, un templo del clasicismo gastronómico. Comer allí significa entender que la menestra de verduras es un plato no sólo de primavera, sino que mantiene estacionalidad. La menestra de Los Palmeros distingue a su ya de por sí elegante y distinguido comedor, por el parece no han pasado los años. La carta es un brindis al clasicismo, a la alta cocina burguesa, de gran producto y mejor ejecución. Las alubias de la vega de Saldaña; los pichones de Tierra de Campos; la liebre; la becada, en dos cocciones, cuando llega el frío y con suerte; la pintada, y por supuesto el lechazo churro, pero también estupendos pescados de la lonja de Santander. La bodega, cuidada selección, corre a cargo de Álvaro Rayón que, junto con su hermano José Antonio en la cocina, está al frente de este impecable restaurante castellano.

Coupage extremeño. La primera vez que bebí Huno, el vino de la bodega Pago los Balancines fue en Hervás (Caceres) después de un paseo al caer la tarde por su preciosa judería. Me dejó buenos recuerdos. Ahora, la bodega, para celebrar su décima añada, ha puesto en circulación Huno Blend, un vino muy especial producto del ensamblaje de variedaees y procesos. Elaborado con cinco castas: garnacha tintorera, tempranillo, syrah, cabernet sauvignon y graciano, con permanencia en barrica de hasta un año, este vino de Oliva de Mérida (Badajoz) guarda estructura y una gran plenitud en la boca. Mucha fruta negra, especiado y balsámico, se vende a 10 euros la botella.

Pago los Balancines comercializa también Huno White, un chardonnay elegante con crianza sobre lías, a 8 euros.

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