El Museo Británico es un fermento de historiadores. Al menos ese efecto tuvo en una Mary Beard de cinco años que, de la mano de su madre, se adentró un día en un espacio único para acercarse a la historia universal sin saber que estaba traspasando el umbral de su vocación futura. La premio "Princesa de Asturias" de Ciencias Sociales contó ayer el origen de una carrera que ha logrado conciliar el reconocimiento académico con la popularidad en el abarrotado salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras, ante un público universitario en el que se mezclaban profesores y estudiantes.

Con el tono claro y bien audible de quien está acostumbrada a explicarse en voz alta, la catedrática de Cambridge contestó a las preguntas de su auditorio y dibujó las pistas que deben seguir quienes quieran acercarse a la humanidad excluida de la gran historia. Es un colectivo en el que dominan las mujeres pero que también incluye a las clases humildes ausentes de los testimonios y documentos con los que se construye la historiografía clásica y cuya existencia sólo podemos reconstruir prestando especial atención a los rastros indirectos de su paso por el mundo.

En la luminosa sala del Museo Británico que alberga los mármoles del Partenón -ejemplo de cómo el aprecio por la historia y la inclinación al expolio se entremezclan en el espíritu británico- la pequeña Mary se quedó, según propia expresión, "boquiabierta" y comenzó a sentirse "incómoda y curiosa" ante la insólita grandeza que desprendía aquello que, desde una visión infantil que asociaba lo antiguo con lo tosco y elemental, había imaginado de factura precaria. En la misma visita, la futura especialista en cultura clásica conoció otra dimensión de la historia siempre postergada: la de la vida cotidiana. En la sala de las momias egipcias, un conservador del museo abrió una vitrina para mostrarle un trozo de tarta, algo que a temprana edad siempre excita las papilas gustativas aunque, como en aquel caso, tuviera más de tres mil años y estuviera carbonizada.

De esa primera incursión en un recinto que con el tiempo terminaría por hacérsele muy familiar a Mary Beard le quedaron "dos ideas: había tartas y personas que querían mostrarlas", una visión diáfana que hoy está en el sustrato de su manera desinhibida de conocer y contar la historia. Esa impresión inicial recibió después un concienzudo refuerzo intelectual a cargo de profesores como Moses Finley (1912-1986), un "marxista admirado" ("no sabíamos que se podía ser marxista y trabajar en el mundo antiguo, parecían esferas excluyentes") que bajo la admonición socrática de un constante "no sabemos nada" obligaba a ir más allá de lo conocido. El historiador y sociólogo Keith Hopkins (1934-2004) le marcó otra de las fijaciones prioritarias de su trabajo. "Aburrido, no sirve", decía ante los "abominables" artículos de la Beard primeriza. En ese cruce del rigor en el conocer con el saber contarlo, una de las piedras angulares de la historiografía anglosajona, está la autora que mañana recibirá en el teatro Campoamor de Oviedo el galardón de la Ciencias Sociales de este año. Su particular forma de combinar las dos componentes básicas de su trabajo la convierte en mucho más que una divulgadora para hacer de ella alguien que ejerce un magisterio con vocación de ser comprendida. Y con la humildad necesaria, como también relató ayer, para seguir sometiendo sus libros al juicio exigente de su antigua profesora de epigrafía, ahora, con 97 años, vecina suya en Cambridge.

La profesora Rosa Cid, al frente del grupo de investigación Deméter de la Universidad de Oviedo, fue la encargada de presentar ayer a Beard en el foro académico y trasladarle la primera pregunta sobre lo que está en el centro de su labor académica: la invisibilidad de la mujer en la historia. Después vendrían otras cuestiones que permitieron a la autora de "SPQR" ampliar su concepción de esa historia de los invisibles y su visión de la condición femenina en la doble perspectiva histórica y actual. "Desde Homero, la cultura occidental se ha construido sobre la supresión de las mujeres, lo llevamos ya en el cableado cerebral y queda patente al comprobar que ambiciosa no es un cumplido sino un reproche mientras que ambicioso constituye todo un elogio". Ese fue el apunte la experta en cultura clásica que vino a completar la impresión de una feminista algo desencantada al comprobar que "a principios de los 70, las mujeres pensábamos que podíamos conseguir nuestros derechos con rapidez. He vivido una revolución, al menos en el mundo occidental, pero ahora constatamos que esos derechos no equivalen al gran cambio que esperábamos".

El protagonismo de la mujer en la antigüedad se sostiene siempre sobre términos denigratorios. La historiadora sostiene que "los hombres temen el poder femenino, especialmente en un tiempo en que los vínculos de paternidad no eran tan demostrables como pueden serlo ahora. Las mujeres se utilizan para desviar la culpa, sirven para explicar los entresijos del poder que no son visibles. Como feminista me interesa ver cómo funciona el miedo de los hombres".

Con una presencia en las redes sociales inusual para alguien centrado en la investigación histórica, Beard considera que esa conexión que marca el mundo moderno contribuye a acentuar "una misoginia que va contra el derecho de las mujeres a opinar, algo muy conectado con el silencio de las mujeres en la antigüedad".

Además de las mujeres, la historia nos priva de conocer a otros muchos seres considerados irrelevantes "a los que es difícil ver porque apenas han dejado rastro". Sabemos de ellos por procedimientos indirectos que cada vez adquieren mayor relevancia para el conocimiento histórico y que requieren de una atención y curiosidad más amplias que las del investigador clásico. Por ejemplo, los restos biológicos de las alcantarillas de Herculano, la hermana menor de Pompeya también arrasada por la erupción del Vesubio en el año 79. "Por la espinas encontradas sabemos que comían muchos oricios", una dieta muy distinta de la sofisticada alimentación de las clases pudientes, de la sí existe abundante constancia.

El burdel de Pompeya es para Beard -quien trabajó sobre el terreno, es autora de "Pompeya. Historia de una ciudad romana" y coordinó una serie para la BBC que llegó a tener cuatro millones de espectadores- uno de los lugares más tristes de la antigüedad, pese a que los visitantes lleven de él una impresión muy distinta, saturada de masculinidad. Allí se mezclan todos los invisibles: "las mujeres que viven en celdas, con camas de piedra, donde reciben a hombres de las clases populares, marineros de paso muchas veces, porque los ricos no van a los burdeles, para eso ya tienen a las esclavas".

Mary Beard pone el foco de la historia sobre esa humanidad postergada y se levanta frente al intento de desplazar las humanidades, como género de conocimiento, del epicentro de la vida social. "El debate público empeora sin nosotros. No somos un adorno cultural sino algo fundamental y lo que yo hago es tan importante como lo que hace mi compañero en física", proclamó ayer en una intervención interrumpida por los aplausos de una audiencia a la que le va el futuro en esa defensa.