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LXIX Temporada de ópera

El museo cobra vida

Todo un acierto con una inteligente puesta en escena en una versión musical impecable con Patrizia Ciofi como gran protagonista

Un momento de la representación.

No es "I Capuleti e i Montecchi" uno de los títulos más representados de Vincenzo Bellini. De hecho, en nuestra temporada tan sólo se llevó a escena en una ocasión en 1984. Pese a ser una obra bastante estática en lo que a la acción se refiere, merece mayor presencia porque en ella están plenamente representados los altos valores artísticos de la música belliniana. Y ahí es donde claramente puede reivindicársele mayor fortuna, puesto que dentro del belcanto romántico italiano "Capuleti" tiene mucho que decir a cualquier elenco que sepa ajustarse a una forma de entender la ópera centrado en el sentimiento como caudal expresivo prioritario, frente a otros planteamientos en los que el discurso dramatúrgico alcanza mayor peso. En Bellini la melodía debe concebirse como un cauce en el que la voz es la culminación de un proceso creativo que se entrelaza con el sustrato musical de forma vigorosa y plena. En su música la fuerza melódica puede con todo sustentada, además, en el verso especialmente acertado de Felice Romani. Esa unión consigue un fluir narrativo imponente, depurado y de una sencillez sobre la que se edifica una poética de soberbia plasticidad que exige, a su vez, a los intérpretes rigor e inteligencia interpretativa. Este regreso al Campoamor del "Romeo y Julieta" de Bellini-Romani, todo un acierto en la programación, se sustentó en una inteligente puesta en escena, en una versión musical impecable y en un elenco que tuvo como protagonista absoluto a la soprano italiana Patrizia Ciofi.

Armar un buen entramado dramatúrgico sobre "Capuleti" no es tarea sencilla, de ahí que haya que poner muy en valor el trabajo de Arnaud Bernard en este montaje realizado en coproducción entre la Fenice de Venecia, la fundación de la Arena de Verona y la Ópera Nacional de Grecia (¡sí, teatros de tres países mediterráneos que siguen culturalmente activos pese a la crisis y los recortes!). El hilo conductor es tan sencillo como efectivo. Una sucesión de cuadros vivientes ("tableaux vivants") en la que los personajes van saliendo de los cuadros de un museo en obras, conviviendo los operarios y técnicos del mismo, en oberturas e interludios, con los protagonistas de la trama argumental. Como si Bernard hubiese tomado a Mujica Láinez como punto de partida, la dramaturgia pictórica le dio vivacidad al argumento; en este sentido, la iluminación en claroscuro con ciertos trazos manieristas para enlazar con la pintura del propio Bernard, se encontró bien arropada por una magnífica escenografía de Alessandro Camera y un vestuario apropiado de Carla Ricotti. Cada elemento escénico sumó para lograr una puesta en escena redonda, ágil en la que cada pasaje se encadenaba al siguiente de forma precisa, sin altibajos. Quizá, en líneas generales, haya sido en su conjunto la más interesante aportación escénica de la temporada en curso. Toda una lección de buen hacer, desde un punto de vista imaginativo y sin necesidad de forzar nada. Sin duda, estamos ante un director de escena con el que se debiera contar en el Campoamor para otros proyectos.

Si la escena cumplió, desde el foso también se lograron algunos de los más notables destellos musicales del curso en marcha. Oviedo Filarmonía consiguió una magnífica aportación -algunos de los solistas salieron a saludar al final junto al maestro-- y hay que celebrar tanto la prestación de conjunto, como las individualidades. Si en una crítica anterior ponía el foco en un rendimiento no del todo correcto por parte de metales y trompas, aquí hay que señalar con justicia sus solventes intervenciones y felicitar por ellas a los músicos. La ovación que recibieron fue muy intensa y ésto algo querrá decir, digo yo. Debutó en el foso del Campoamor una de las batutas italianas que más están llamando la atención en la actualidad, Giacomo Sagripanti. Joven y con talento, condujo la velada con criterio, riesgo y aplomo. Salvo algún pequeño desajuste en el inicio, el control fue férreo, el balance también, y su lectura musical potenció la línea melódica belliniana, destacando los múltiples aciertos que encierra. Sagripanti nos alecciona que cuando se toma la música del compositor de Catania en serio hay mucho partido y brillo que sacar a su creatividad. Quizá el problema esté en que, durante años, este trabajo que bebe en la musicología y que se traslada al público desde el cuidado de la partitura, quedó bastante atrás en este compositor y en otros de su generación que aún merecen mayores esfuerzos. Lástima que, en esta ocasión, la prestación del Coro de la Ópera de Oviedo no estuviese a la altura habitual, con evidentes problemas de afinación y empaste, especialmente en el primer tramo de la noche. Su nueva directora ha de conseguir la estabilidad de la anterior etapa porque llamó la atención esta irregularidad sobrevenida. Las posibilidades de esta agrupación son muy altas, como ya han demostrado sus integrantes en múltiples ocasiones y no es bueno que la línea se quiebre.

Como decía anteriormente, una cantante tiró del elenco, marcó un punto de inflexión en el desarrollo de la velada y transitó un peldaño por encima del resto: Patrizia Ciofi como Giulietta. La soprano italiana, en su segunda intervención en la temporada, demostró lo cómoda que está en un repertorio que domina a la perfección en estilo, capacitación vocal y escénica. Su cavatina "Oh, quante volte, o quante!" marcó un antes y un después. La función se inició con cierta desgana vocal y evidentes problemas en algunos de los intérpretes pero Ciofi logró darle la vuelta, elevando el nivel hasta el punto que todos lograron un segundo acto más homogéneo. Su Giulietta tuvo que sortear en su primera escena una catarata de toses. ¡Qué horror ese grupúsculo de tísicos que no es capaz de toser de forma discreta! Se definen por una falta de respeto absoluta hacia los músicos y al resto del público. Pero es una batalla perdida, en la oscuridad de la sala sus esputos gozan de impunidad plena. Ciofi, decía, exhibió un timbre carnoso, mórbido, con una línea de canto depurada, casi cristalina, especialmente en las ornamentaciones. Notabilísima interpretación la suya en un rol de mayores dificultades de lo que a primera vista se pudiese pensar. Sin estar a su altura, el Romeo de Serena Malfi tuvo más luces que sombras. Funcionó muy bien en los dúos y estuvo un poco más forzado en las intervenciones en solitario, sobre todo porque el papel requiere de una flexibilidad que Malfi no alcanzó, especialmente al inicio, con un registro agudo demasiado metalizado. No tuvo su noche José Luis Sola como Tebaldo. Sola es un tenor sólido, a tener en cuenta, pero quizá este personaje no se adecúe a su realidad vocal. Las dificultades tremendas en la zona alta o la escasez de su volumen no fueron los mejores compañeros de viaje para una actuación entregada pero que quedó desdibujada. Por el territorio de la corrección, sin más, transitó el Capellio de Palo Battaglia, mientras que Miguel Ángel Zapater -uno de esos cantantes que llevan años dando lo mejor de sí en el teatro de su ciudad natal- aunó a su imponente presencia escénica, una adecuada prestación vocal.

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