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Una del corazón

Chazelle utiliza de forma brillante los recursos del cine musical clásico para hablar de sueños, fracasos y pasiones

Gosling y Stone.

En La La Land los enamorados se besan con los labios cerrados. Como en el cine que adoran. Cuando los musicales eran moneda de curso corriente en los grandes estudios y no había móviles perturbadores. Tampoco hay escenas de sexo aunque el roce de unas manos ante una pantalla grande provoque escalofríos. Pasiones pintadas con una paleta de colores suaves (para ella, soñadora con los pies en el suelo) y oscuros (para él, soñador con la cabeza en las nubes) que se escapan de la realidad (como el protagonista de Dinero caído del cielo, el último gran musical que dio Hollywood) gracias a su capacidad para imaginar y crear mundos que no están en éste. Y que durante un tiempo comparten sabiendo que siempre les pertenecerá, aunque la vida se funda en negro.

La La Land tiene un serio problema y no es culpa suya: hablan tan bien de ella que es muy goloso para los aguafiestas afilar el hacha. Vivimos unos tiempos de furia banal en los que una película o una novela es una obra maestra para unos y una basura para otros. Qué pereza. La La Land no es lo primero a pesar de sus grandes momentos (ay, ese bajonazo de ritmo en su ecuador...) y está muy lejos de ser lo segundo. Es una obra entusiasta y llena de buenas ideas, bien interpretada y que rinde homenaje sin caer en lo empalagoso al cine clásico, tanto de Hollywood como del europeo (Jacques Demy), con explícitas referencias (un pelín obvias, no nos engañemos) a Rebelde sin causa ("¡Yo tengo las balas!") con visita obligada al auténtico Observatorio Griffith cuando el recuerdo se quema en la realidad de la sala oscura y se impone la necesidad de refugiarse en la ensoñación, capaz de convertir el firmamento en una pista de baile. Es significativo que otro guiño a un clásico (en esa ventana de los decorados se asomaban Bogart y Bergman en Casablanca) sea un simple comentario hecho de pasada en un paseo iniciático, sin recargar nunca las tintas nostálgicas aunque vivamos tiempos donde ya nadie escucha el jazz. Tan libre y veraz. Porque si de algo puede presumir La La Land, aparte de su condición de entretenimiento amable, ocasionalmente brillante y de admirable firmeza narrativa, es de mantenerse alejada siempre de la solemnidad cargante o el sentimentalismo recargado. Incluso las escenas amenazadas por el tópico de chico conoce chica (esa charla al amanecer con unas vistas que tampoco son para tanto) tienen un toque de levísimo humor no exento de acidez que las protege de malas influencias. Es una historia de amor, cierto, y no lo oculta en ningún momento, pero también es una historia en la que se cruzan dos personalidades muy distintas (el resto de personajes es muy, muy secundario, son como figurantes con pocas frases, sombras nada más) que tienen distintas maneras de encarar sus sueños y aceptar sus fracasos. Es modélica, en ese sentido, la escena en la que ambos se arrojan a la cara reproches sin maquillar: el director se olvida de los planos secuencia con los que dibuja los números musicales y opta por un contundente, casi rabioso plano/contraplano que arranca de cuajo las máscaras de la pareja, golpeando donde más duele.

Con su estructura estacional de invierno a invierno (aunque en Los Ángeles casi "siempre hace buen tiempo", que diría Stanley Donen), su estudiada sencillez argumental (en la línea de Corazonada, aquel hermoso fiasco de Coppola), la encantadora complicidad entre Gosling y Stone (que no son Astaire y Rogers precisamente: mejor) y un buen cargamento de pequeñas ideas que hacen grandes las mejores secuencias, La La Land es una película de amor repartido en varios frentes ("one from the heart", así tituló Coppola la suya en recuerdo de aquel cine de chicos que conocen chicas y se besan con labios cerrados bajo cielos abiertos), que reflexiona a media voz sobre la fragilidad de las relaciones humanas, sobre la forma en la que se respeta o se traiciona el arte, sobre la decisión de dejarse arrastrar por la nostalgia o seguir hacia delante. El último plano/contraplano, una vez cancelada la deuda con lo que pudo ser y no fue, es toda una declaración de principios que inspira un final memorable.

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