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La espuma de las horas

La destrucción banal del mito

La manía de fotografiar cualquier cosa y la obsesión narcisista de retratarse arruinan la carga emotiva de un arte cuyo objetivo es explicar la humanidad

Me ha gustado siempre la fotografía, un arte inseparable de la nostalgia que atrae a los melancólicos. Una imagen no vale mil palabras, ni siquiera cien, pero si es buena desprende la luz que se escapa en cualquier otra forma de expresión. Hay imágenes informativas, artísticas, y otras que simplemente enmarcan el recuerdo.

A veces me dejo deslumbrar por algunos de los fogonazos de los grandes fotoperiodistas, paisajistas, retratistas, Capa, Cartier-Bresson, Doisneau, Atget, Brassai, Adams, Kertész, Koudelka, August Sander, Dorothea Lange, Evans, Erwitt, Penn, Steichen, Frank, Avedon, Salgado, Eggleston, Leibovitz, McCurry y tantos otros. La capacidad de disfrutar con ellos, como un testimonio más que nos llega en tiempo pasado, es inagotable.

Sin embargo, la fotomanía actual ha rebajado la carga emotiva de la imagen a cambio de su banalización. La fiebre narcisista y doméstica de fotografiarse cada dos por tres y de fotografiarlo todo con los teléfonos y cualquier otro dispositivo que ofrezca la posibilidad de disparar a cualquier cosa que se mueve, la epidemia del autorretrato o selfie a la primera de cambio y por cualquier motivo, están destruyendo la melancolía de la imagen y, de paso, su mítica antropológica. Como escribió Eliot Weinberger, uno de los ensayistas más reveladores que conozco, Henri Cartier-Bresson, en 1952, podría haber hablado en nombre de un antropólogo: "Los fotógrafos nos dedicamos a cosas que siempre están desapareciendo, y cuando ya han desaparecido no hay artilugio en el mundo que pueda restituirlas".

Una foto consiste en mirar a alguien que te devuelve la mirada o en mantener la vista sobre la gente que hace algo, mientras se ocupa del paisaje desconocido que habita. Edward Steichen, luxemburgués emigrado a Estados Unidos y uno de los grandes artistas del realismo social, dijo a propósito de ello: "La fotografía es una fuerza imprescindible para explicar la humanidad al hombre".

Existen, además, otras explicaciones que vienen a resumir la relación antropológica con la imagen. Weinberger cuenta cómo algunos grupos aborígenes australianos guardan la tradición de impedir que se muestren fotografías de gente fallecida, rompiendo el vínculo gráfico con los seres queridos desaparecidos. Sin embargo, en la orilla opuesta del mar de Tasmania, sucede lo contrario. Los maoríes han adoptado la fotografía como parte esencial de la whakapapa, "el relato de nosotros mismos". De esa forma rinden culto a sus antepasado colocando la imagen en un lugar esencial como fuente de conocimiento y de autoridad. Las fotos cuelgan en los templos al lado de las figuras de madera tallada, y se muestran en los funerales.

La aversión de otros aborígenes no hace, en cambio, más que demostrar una actitud excesivamente reverencial hacia la fotografía. Son los que impiden las fotos de gente viva en Ayer's Rock, el Uluru, su lugar sagrado, por creer que la imagen tomada es parte del espíritu mismo de la persona y se halla fuera de su dominio para siempre. En la monumental formación rocosa, un cartel advierte de la prohibición de hacerse fotos por considerarlo algo culturalmente inadecuado.

No es fácil imaginar cómo se las arreglan allí los maníacos obsesivos del selfie que tienen la necesidad de fotografiarse en primerísimo plano junto al paisaje para no someter demasiado la vista al recuerdo de la belleza que les rodea. Algo que tampoco, para ser sinceros, les debe resultar primordial. El monumento son ellos.

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