Soy un homo sapiens, pero llevo un neanderthal dentro. Hasta ahora sabía que los de mi especie transportábamos desde hace unos 120.000 años restos genéticos de otra especie humana, los neandertales. Según las últimas investigaciones, al inicio de la última edad de hielo, la glaciación de Würm, se produjo la primera hibridación. Compartíamos territorio en el suroeste asiático y, de tanto rozarnos, acabamos copulando y alumbrando crías. Si hubiéramos tenido ya entonces Netflix o HBO el apareamiento se habría evitado de todas todas; cada uno en su sofá no hubiera movido un músculo para salir fuera de la cueva a buscar entretenimientos. Pero entonces la oferta de contenidos digitales resultaba bastante limitada -si acaso mucho después empezó el arte parietal, primer producto “digital”- y aquello de darle a la conyunda era una buena manera de pasar el tiempo y, de paso, entrar en calor.

Lo que no sabíamos hasta esta semana era para qué nos servía llevar un neanderthal dentro. De hecho, lo que suponíamos era que no servía para nada. El asunto venía siendo como si al doctor Bruce Banner nunca se le manifestase el Hulk que surgía después de cada cabreo. Así que, santas pascuas.

Pero Hulk sí que se manifiesta. Un grupo de científicos de la escuela de Medicina de la Universidad de Washington, en Estados Unidos, acaba de publicar en la revista Cell un estudio que demuestra por primera vez cómo ese ADN neanderthal que llevamos “incrustado” en nuestros cromosomas sapiens se manifiesta al activar o desactivar nuestros genes. Es realmente fascinante (acaso preocupante) descubrir que los extintos neandertales actúan sobre nosotros un poco a la manera de la Virgen: “Yo conduzco, ella me guía”, como dicen esas pegatinas que algunos humanos modernos llevan en sus automóviles. Los autores del trabajo de “Cell” insisten en que la hibridación sapiens-neandertales no se trata en absoluto de un hecho inocuo de un pasado remoto, las consecuencias genéticas de aquel encuentro entre humanos de especies diferentes diferentes -aquel cruce entre caballos y burros, simplificando mucho- “está influyendo en la expresión genética de manera penetrante e importante”.

Explica Joshua Akey, uno de los genetistas que firma el trabajo publicado en “Cell”, que la presencia de rastros genéticos neandertales contribuye realmente a la variación fenotípica de los humanos actuales y también a la susceptibilidad a determinadas enfermedades. No es la primera vez que se encuentra esta correlación. Otros trabajos previos habían establecido una vinculación entre los genes neandertales y el metabolismo de la grasa, la depresión o el riesgo de padecer lupus. En el nuevo estudio se ha encontrado también que existe una conexión entre un alelo de un gen denominado ADMTSL3, una mutación heredada de los neandertales, y un menor riesgo de padecer esquizofrenia. Resulta que, contra lo que sugieren realmente los mitos de Hulk yo de la dualidad Jeckyll/Hyde, ahora parece que es el neandertal interior el que nos aporta cordura. Por el contrario, según el mismo estudio, este gen influye en la altura del ser humano. Y ahí se quedan. Afirman que aún hacen falta muchas más investigaciones para detallar la correlación entre esa proteína modificada, la esquizofrenia y la altura.

El estudio publicado en “Cell” aborda qué rasgos del sapiens del siglo XXI están marcados por aquel fornido neanderthal que un día se cruzó en el camino de una de sus antepasadas, o viceversa: qué sapiens enclenque logró empatar con una de aquellas hembras-tanque, a la manera de los chistes de Forges. Pero el nuevo trabajo también está contribuyendo a detallar qué tramos genéticos de nuestra especie parecen especialmente “impermeables” a la presencia de genes neandertales. Que nadie saque conclusiones precipitadas -porque lo que viene a continuación tiene mucha miga- pero en esta investigación se ha encontrado que la expresión de los alelos del neandertal es especialmente baja en el cerebro y en los testículos, lo que indica que “esos tejidos pueden haber experimentado una evolución más rápida desde que nos separamos de los neandertales 700.000 años atrás”, dice la agencia Europa Press, que cita al autor Joshua Akey: “Podemos inferir que tal vez las mayores diferencias en la regulación de los genes existen en el cerebro y los testículos entre los seres humanos y los neandertales”. Esperemos que se hagan nuevas investigaciones que diluciden bien este punto concreto, porque llegar a la conclusión preliminar de que los dos centros de pensamiento más característicos de los hombres de hoy en día son esos dos órganos gelatinosos explicaría muchas cosas de nuestra civilización. De todas formas, ya era algo que se intuía.