Tom Cruise ha cumplido 55 años en plena vorágine de promoción de La momia -que no ha funcionado tan bien en taquilla como se esperaba- y recibiendo no pocos palos por su empeño en seguir accediendo a papeles de héroe que, según sus críticos, ya no encajan con su edad, sobre todo cuando le emparejan con actrices 30 años más jóvenes. Lo cierto es que Cruise presenta un aspecto envidiable (si se hace retoques, sabe con quién hacerlos) y su capacidad de trabajo es admirable: los proyectos se agolpan en su agenda: Luna Park, Barry Seal, la sexta entrega de Mission Impossible y, uf, un remake de Top Gun.

Pocos podían sospechar que aquel jovenzuelo imberbe de sonrisa voraz y gesticulación incontrolable llegaría a ser un día la estrella más brillante ( o sea, taquillera) de Hollywood. Sus papeles de segunda fila en Amor sin fin o Taps, e incluso su protagonismo como niñato de papá con la bragueta en ebullición en la emblemática Rissky Business, no eran unas credenciales que prometieran grandes cosas. Y cuando el éxito de esa malévola fábula sobre el poder y el sexo le aupó en las agendas de los mejores directores, Cruise se estrelló con todo el equipo como héroe de acción en Legend, un fiasco entrañable de Ridley Scott que hubiera tumbado al más pintado.

Pero en cuanto se quitó la armadura, el inexperto actor encontró su tabla salvavidas gracias a otro Scott. Top Gun se convirtió, gracias a la estética publicitaria y pomposa de Tony Scott, en la quintaesencia del cine de acción de los ochenta. Machista, tramposa y manipuladora hasta la extenuación, Top Gun arrasó las taquillas y convirtió a Cruise en un nuevo icono popular, con sus motos de rugido pomposo, sus cazadoras robapenas y sus gafitas de reflejos chulescos con las que dejar patidifusa incluso a su monitora.

Dejó claro en seguida que aspiraba a algo más que a habitar en los pósteres de millones de adolescentes y aceptó el reto de plantar cara a dos gigantes como Paul Newman y Dustin Hoffman en El color del dinero y Rain man, con una incursión de lo más hortera entre reto y reto en la disparatada Cocktail.

Trabajar con Newman y Hoffman le preparó para el mayor desafío de su carrera (y aún lo sigue siendo): Nacido el 4 de julio. Su trabajo como veterano de guerra atado a una silla de ruedas fue asombroso y es difícil que logre superarlo. Tras ese esfuerzo, su carrera volvió a prestar más atención a la taquilla, con unos infumables Días de trueno que sólo es recordada porque allí conoció a su futura ex mujer, Nicole Kidman. En Algunos hombres buenos mantuvo el tipo ante todo un Jack Nicholson (a duras penas, todo sea dicho) y en La tapadera se limitó a una faena de aliño poco memorable. Entrevista con el vampiro le permitió darle un revolcón a su imagen con un papel que nadie esperaba de él. Y lo hizo francamente bien: qué turbia fascinación desprendían sus miradas de sanguinolenta amenaza.

La primera Mission Impossible le puso en la mano una franquicia que toda estrella necesita para cuando vengan mal dadas, y además en plena juventud, no como a Brosnan o Harrison Ford. En Jerry Maguire volvió a pedir desesperadamente un "Oscar" pero nada: estaba insoportablemente desmadrado.

El interminable rodaje de Eyes wide shut con su segunda esposa (antes estuvo casado con la rotunda Mimi Rogers, y aquello acabó como el rosario de la aurora) le permitió hurgar en lo mejor de sí mismo bajo las órdenes de Stanley Kubrick.

Se suele alabar el trabajo de Kidman y menospreciar el suyo en esa obra maestra póstuma de Kubrick: craso error. Cruise estaba inmenso. Y en Magnolia aceptó un papel secundario donde su tendencia al histrionismo tenía, por una vez, una razón de ser. Ahí sí que merecía un "Oscar": su trabajo como irresistible y bocazas encantador de serpientes fue magnífico. Una segunda y más bien patosa entrega de Mission Impossible y el refrito chamuscado de Vanilla Sky (basada en Abre los ojos, de Amenábar, y recordada sólo por haber unido al actor brevemente con Penélope Cruz) precedieron al esperado encuentro del actor más taquillero con el director más taquillero: Spielberg.

Minority report no fue el bombazo que se esperaba, pero ambos rompetaquillas puede sentirse orgullosos de ella: una joyita de la ciencia ficción. El último samurai le trasplantó a la épica con resultados irregulares (una atractiva película de aventuras que se despeñaba en un final aberrante) y el gran Michael Mann le puso en el pellejo del malo (con cierto barniz romántico, todo sea dicho) en Collateral.

Con La guerra de los mundos, Cruise y Spielberg fueron con más descaro a por el dólar (aunque la primera media hora sigue siendo un prodigio y hay un larguísimo plano secuencia en una autopista magistral) y en la siguiente entrega de Mission Impossible, recién estrenada su paternidad, volvía a pisar sobre seguro mientras arreciaban las críticas por su afición a las mascaradas en sus apariciones públicas, su continuada defensa de esa seudorreligión llamada cienciología y sus pintorescas declaraciones.

Cruise sopló sus 50 velas de su cumpleaños más amargo. Pocos días antes, su esposa, Katie Holmes, la misma por la que había brincado en el sofá de un programa de televisión en éxtasis amoroso, había decidido abandonarlo.

Los motivos se desconocen. Se apuntan varios desde la rumorología: las presiones de la iglesia de la Cienciología, de la que Cruise es devoto seguidor, demasiadas ausencias por los rodajes... Las malas lenguas vuelven a rescatar la teoría nunca demostrada de que Cruise utiliza a sus novias y esposas como tapaderas de su supuesta homosexualidad. Esta misma semana, otra noticia sobre Cruise mostraba otro lado de su vida, el que certifica su brillantez como estrella: es el actor mejor pagado de Hollywood.

Más misiones imposibles, sorprendentes incursiones cómicas (Tropic Thunder), inesperadas apariciones como oficial alemán que intenta matar a Hitler en Valkyrie, bodrios de acción como Noche y día, "thrillers" correctos como Jack Reacher o incursiones estimables en la ciencia-ficción como Oblivion o Al filo del mañana jalonan los últimos años de un actor que apura su tiempo como héroe de acción antes, quizá de aceptar desafíos interpretativos que demuestren que, cuando quiere y se deja dirigir, es un buen actor.