Se lió una buena cuando los productores de James Bond anunciaron que el sustituto del simpático y repulido Pierce Brosnan como rostro del agente 007 sería Daniel Craig. Daniel... ¿qué? No sólo se trataba de un actor prácticamente desconocido para el gran público, a pesar de su ya considerable y por momentos brillante carrera, sino que su físico era radicalmente opuesto a lo visto hasta aquel momento.

No parecía tener un cuerpo apropiado para lucir el esmoquin con desenvoltura ni era un guapo clásico a la manera de sus predecesores. Y la sonrisa no era la mejor de sus cualidades. Cuando se estrenó la primera película de Craig como Bond, Casino Royale, quedaron claras las razones de la apuesta: el agente con licencia para matar perdía blandura y frivolidad y se convertía en un tipo áspero, rudo, poco glamouroso y con un sentido del humor gélido. Y la cosa, para estupor de los incrédulos, funcionó.

Y volvió a funcionar en Quantum of Solace. Skyfall permitió a Craig ampliar su registro interpretativo con un personaje que permite pocas alegrías en ese sentido (¡incluso llora!), y, sin duda, tener como rival a un actorazo como Javier Bardem supone un desafío motivador. Con Spectre, aunque dirigía de nuevo Sam Mendes, hubo un frenazo en todos los sentidos y, a pesar de las cuantiosas recaudaciones, la película pasó pronto al olvido.

Craig nació en 1968 en Cheshire, Inglaterra. Tenía cuatro años cuando sus padres se divorciaron. De su precocidad como actor no hay duda. Ya de crío, actuó en varias obras escolares animado por una madre con sólidas inquietudes artísticas. Y sin desdeñar el deporte, sobre todo el rugby. En cuanto pudo, se fue a Londres a buscare la vida como actor. Hizo teatro, hizo televisión, hizo cine.

Le costó despegar en la pantalla grande, quizá porque su físico no era precisamente convencional, pero empezaron a llegar papeles de cierto brillo en películas como Elizabeth o Soñé con África. En 2001 lució armas de acción desenfrenada en Lara Croft: Tomb Raider, con Angelina Jolie. En Camino a la perdición, última película del gran Paul Newman, coincidió con el director de Skyfall, Sam Mendes.

En el turbio y sarcástico policiaco Layer cake era el protagonista y salió del embolado con nota. Y en Sylvia se enfrentaba a un personaje muy distinto que le exigía poner toda su alma en el asador. Hay una escena de desesperación bajo la lluvia que es un certificado de calidad para cualquier actor.

En la grandiosa Munich, Spielberg le dio un papel secundario pero lustroso. No falló, como tampoco lo hizo en Infamous, encarnando con brillantez a uno de los asesinos de A sangre fría.

Entonces llegó Bond y todo cambió. No es que haya rodado grandes películas desde entonces, pero su ascenso en el escalafón es indiscutible: se codea con viejas glorias como Harrison Ford y cineastas de fuste como David Fincher lo reclaman. Craig, tras un largo tira y afloja con los productos, ha aceptado volver a ser de nuevo Bond, según la prensa norteamericana. Seguramente será su despedida. Y, seguramente, cuando el grifo de oro bondiano se cierre para él, tendrá la suficiente popularidad y el necesario colchón financiero para emprender sin ataduras una carrera en la que demuestre el talento que, hasta ahora, sólo ha podido exhibir con cuentagotas. Lo mismo que hizo Sean Connery, el rival a batir como mejor Bond de la historia.