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La privatización de la libertad de expresión

Las redes sociales reclutan a miles de censores para filtrar los comentarios con criterios que están al margen de la legalidad

Los recientes disturbios de Charlottesville. REUTERS

Ya es dogma de fe que las redes sociales son el material superconductor de esa democracia perfecta que está naciendo en Internet. El dogma afirma que el mundo se cambia retuiteando, o así. Por ejemplo, la solidaridad no exige ya intervenir en el mundo real. Si antes había que arrimar el hombro -incluso poner unos millones de muertos por la causa- ahora basta con arrimar un hashtag. Con escribir "#barcelona" o "#ramblas" ya está reparado todo el dolor de todas las víctimas y desactivados todos los hombres-bomba. Ahora "movilizarse" viene de móvil, de teléfono móvil. Y hay que estar siempre ahí, apoyando, como sea. Hasta el ridículo total. Tras el atentado de Barcelona, el cantante (sic) Kiko Rivera escribió en Twitter: "Me pongo a disposición de la ciudad para lo que haga falta mi ayuda. Hoy más Barcelona que nunca." Y un sensato usuario le respondió: "De bolardo lo harías genial".

Estas cosas pasan porque todo lo que proviene de las redes sociales parece tener un mágico e inmediato efecto sobre la realidad. Los conjuros de Silicon Valley nunca fallan. La nueva tecnología es omnipotente, infalible. El último de esos sortilegios va a erradicar para siempre el racismo en Estados Unidos y a silenciar a los blancos supremacistas que asoman la cabeza en Charlottesville. Las grandes compañías acaban de anunciar que se van a saltar su gran mandamiento -el de su supuesta neutralidad- para empezar a vetar cualquier mensaje que ampare a estos nazis confederados. Apple, Facebook y Reddit aseguran que van a censurar aquellos comentarios y publicaciones que defiendan la supremacía del hombre blanco frente a ese maravilloso mundo de diversidad racial que, al parecer, estas plataformas nos regalan todos los días. Apple, en concreto, asegura que ni siquiera va a permitir la venta de camisetas, llaveros o cualquier otro tipo de "merchandising" de estos hijos del KKK. Mark Zuckerberg, el dios de Facebook, aprovechó para largarnos otro de sus sermones de la montaña en forma de "post": "No hay sitio para el odio en nuestra comunidad. (?) Estamos siguiendo de cerca la situación para dar de baja amenazas e impedir manifestaciones similares". Dicho esto, ya todo recupera los colores de Instagram, ya el planeta vuelve a ser una enorme pradería plagada de unicornios. Asunto zanjado. ¿No?

No. Estamos ante otro despliegue de esa insultante hipocresía de las multinacionales propietarias de nuestras redes sociales. No son un servicio público, no son un canal para hacer un mundo más abierto y conectado, como dicen. Están aquí para hacen negocio con los millones de datos íntimos que de forma alocada e ignorante les entregamos. Nosotros les contamos, clic a clic, lo que queremos y pensamos, y ellos nos los ponen delante de los ojos para que compremos gracias a la personalización que fabrican los algoritmos. Eso siempre se nos olvida. Y por esa visión inocente les permitimos que ahora hablen alegremente de censura y nadie les eche el freno por atreverse zarandear el cimiento social: la libertad de expresión. ¿Quién les ha dicho que son ellas, empresas privadas, las que pueden establecer la línea entre opinión libre e injuria censurable?

Un reciente informe de la publicación digital estadounidense "ProPública" desvelaba hasta qué punto Facebook es un inmenso coladero de comentarios putrefactos y, lo que es peor, un coladero gobernado por una serie de confusos criterios de filtrado de contenidos "que constituyen un mundo legal propio". El país más grande del mundo (2.000 millones de cuentas activas) traza la determinante frontera entre hablar y callar sustentándose en una mezcolanza que, por ejemplo, sí permite la difusión de mensajes negacionistas del Holocausto o de esvásticas mientras se borran mensajes de activistas de territorios en disputa como Palestina, el Sáhara Occidental, Cachemira o Crimea, en pro de mantener una escrupulosa ecuanimidad. El enfoque para validar un comentario o vetarlo es puramente utilitarista, no se sustenta en un catálogo de derechos, como nuestro sistema judicial. Los autores de ese trabajo, Julia Angwin y Hannes Gressgger, afirmaban: "Lo que Facebook está haciendo para erradicar el discurso de odio de su plataforma puede ser la operación de censura global más opaca y extensa de la historia".

Un pequeño ejemplo extraído de este informe. Stacey Patton, profesora de Periodismo en la Morgan State University de Baltimore, y afroamericana, decidió poner a prueba los criterios de filtrado y en su página de Facebook se preguntó por qué "no es un crimen cuando los vigilantes y agentes blancos del Estado se convierten en asesinos en serie de negros desalmados, pero cuando los negros se matan entre sí entonces somos animales o criminales". Por hacerse esa pregunta, su escrito fue eliminado y su cuenta bloqueada durante tres días. Esta profesora no sabe qué regla de Facebook vulneró. Tampoco pudo apelar contra la suspensión. Cada mes, le borran algún "post".

Los cientos de reglas secretas -no han sido difundidas por la compañía- que a lo largo de los años ha ido acumulando Facebook para diferenciar la opinión libre del mensaje extremista se confunden y crean situaciones rocambolescas. Otro ejemplo del informe de "ProPublica". Tras el último atentado yihadista de Londres, un congresista republicano de Estados Unidos, Clay Higgins, de Louisiana, comentó: "Hay que cazarlos, identificarlos y matarlos. Matarlos a todos. Por el bien de todo lo que es bueno y justo. Matarlos a todos". El "post" pasó. En mayo, un activista y poeta de Boston, Didi Delgado, escribió: "Todos los blancos son racistas. Comienza a pensar desde ese punto de vista o ya has fallado". El comentario se eliminó y su cuenta se suprimió una semana. ¿Por qué? Según los criterios internos a los que tuvo acceso "ProPublica", el comentario de Higgins era publicable porque se dirigía "a un subgrupo específico" -los musulmanes radicalizados- mientras que el de Delgado no era permisible porque "atacaba a los blancos en general". ¿Inconsistente?

Pues con ese confuso código en la mano tienen que lidiar a diario las personas que han de decidir dentro de la compañía qué contenidos se publican y qué contenidos no. Facebook ha incrementado de 4.500 a 7.500 personas su ejército de censores, a los que llaman asépticamente "revisores de contenido". A la semana, Facebook dice que elimina 66.000 mensajes de odio, entre los que no estaban, por cierto, los llamamientos a la exclusión de los musulmanes del presidente Trump. Una reciente investigación del diario británico "The Guardian" revelaba que esos estresadísimos censores tienen, para lidiar con la avalancha que les llega de los 2.000 millones de usuarios activos, una media de diez segundos. En ese tiempo deben decidir qué es apto y qué es censurable según las numerosas en las reglas que les da la compañía. ¿Es ese tiempo suficiente para emitir un veredicto ponderado en cuestiones tan delicadas? ¿Son éstas las condiciones de trabajo para los nuevos guardianes de nuestra libertad de expresión?

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