No llovía, pero al final empezó a llover. Y por eso llegó el coche oficial y a la Reina Letizia le dieron un paraguas al bajarse del Mercedes. A él no. El Rey salió primero, a cuerpo, y saludó. Despacio. Primero con la derecha y luego con la izquierda. También al fondo sur. Pasar revista a la autoridades, al presidente de la Fundación, Matías Rodríguez Inciarte, y a su directora, Teresa Sanjurjo, les llevó diez segundos.

La gaitas arreciaron y sólo cuando el paraguas de la Reina se fue volando al coche oficial y el Auditorio engulló a todo el cortejo, cesó el estruendo y se escuchó el megáfono: "ni fartones ni Borbones". Dentro, después del posado oficial, el concierto arrancó con el himno nacional y todo el Auditorio puesto en pie. Lo que siguió fue la historia de la sublevación de los boyardos, sin más distracciones que ese momento en que la Reina Letizia se ausentó de su butaca y al regresar de la antesala le susurró algo a su vecino de fila, César Menéndez Claverol, presidente de la Fundación Cajastur.

Después de una hora y diez minutos alargados por un himno de Asturias que sólo el Rey de España tarareaba por lo bajo en el palco de autoridades, todas esas medidas de seguridad especiales para el Auditorio se evaporaron con el tradicional besamanos que también es como el guinness de los selfies. Todas las escaleras y el pasillo central quedaron colapsados, una mujer resbaló, cayó y se dio un buen susto. La gente sacó los móviles y Don Felipe, avanzadilla, y Doña Letizia, después, salieron estrechando manos y dejándose retratar. Ana Fernández consiguió los dos selfies. Otra vecina de Oviedo puedo entregarles una tarjeta. Aquella pudo cambiar más de dos palabras con la Reina. Ahí fueron los vivas a España, a los Reyes y a Felipe para acompañar su salida.

En la calle volvía a llover. Ya no estaban los manifestantes pero había nuevos súbditos. Y, esta vez sí, un par de banderas de España. De nuevo vivas y aplausos. También para Doña Letizia. Llovía otra vez y el Príncipe se tomó todas las molestias para estrechar todas las manos. Y hasta accedió a repetir para que la madre de Amalia, seis años, pudiera volver a disparar porque la primera había quedado movida.