La última bandera viene que ni pintada para reivindicar la obra del director Hal Ashby, al que se le puede admirar por media docena de títulos memorables que ponían en evidencia un talento muy personal con un estilo reconocible en su pausada y aparentemente fría forma de contar las cosas. Con cierta sordina, como en Being there o El último deber, de la que La última bandera es una digna aunque insuficiente continuación. Richard Linklater, cineasta sin duda interesante, goza de mucha mejor prensa que el desaparecido Ashby, aunque su talento sea inferior. Aplaudamos que, a pesar de distanciarse de sus vías naturales, no traiciona su credo cinematográfico: coloca a sus personajes frente a frente para que se peguen dialécticamente entre ellos en un duelo verbal y a ratos verborreico con el que salen a la luz todas las heridas sin curar, las penas sin cumplir, los deseos quebrados y los fracasos que se niegan a soltar su presa. Cualquier lugar es bueno para hablar y Linklater los aprovecha todos al máximo, aunque, curiosamente, los mejores momentos llegan cuando se callan todos y se apodera de las imágenes un silencio elocuente, unas miradas que lo expresan todo, como ese final donde una carta remitida desde el más allá sirve de consuelo y excusa. Cuenta para ello con tres actores formidables ( Cranston y Fishburne lo tienen más fácil porque sus papeles son más expresivos y directos, pero Carell cumple a la perfección con el cometido más difícil) que sacan todo el partido posible a un guión que desfallece demasiado y llega con la lengua fuera a su final agridulce.

El reencuentro de tres hombres a los que la vida ha tratado de forma muy distinta pero con resultados parejos es una buena ocasión para disertar sobre el peso de las renuncias, las vueltas que da la vida y las mentiras que nos contamos para sobrellevarlas. Fúnebremente cómica a veces y cómicamente amarga otras, La última bandera ondea sus jirones sobre patriotismos desangrados, camaradería extraña y secretos semiocultos a la vera de ataúdes donde viajan la peor de las certezas.