Entregado en cuerpo y alma a la causa de construir un personaje de verdad, Denzel Washington oscurece todo lo que le rodea, incluso la solvente interpretación de un Colin Farrell cada vez más entonado y fiable. Deslumbrado por el trabajo de su estrella, Dan Gilroy pierde de vista el bosque y se aleja de la concisión y armonía de Nightcrawler para centrarse en la construcción de un protagonista lleno de matices, un idealista sometido a los vaivenes de la realidad que se abre paso, con sus peculiaridades, en un mundo donde la honestidad y la dignidad son enemigos a batir por los carroñeros cortados por el mismo patrón. El problema es que la parte minuciosa en la que entramos en esa jungla legal sin ley sugiere un desarrollo que no llega y el guión se mete en camisas de once varas (de marca, eso sí), sacándose de la manga un giro argumental mal zurcido que da la vuelta al protagonista, se inventa un toque de thriller a medio cocer y mete con calzador un conato de romance que no pega ni con cola. Solo el amartillado final, que parece inspirado en el añejo cine político de Lumet, Pollack o Pakula, devuelve la película a la vía del interés, pero sin quitar del todo el sabor a ocasión desaprovechada.