La final de Wimbledon de 1980 reunía todos los ingredientes para alimentar una película deportiva épica. De esas que tanto le gustan a Hollywood. Menos mal que la idea es de fabricación sueca y el gran combate entre el hombre de hielo ( Borg) y el deslenguado imprevisible ( McEnroe) se aleja de los tópicos para ofrecer un retrato preciso de dos personalidades tan aparentemente distantes pero en fondo tan parecidas: dos seres obsesionados y llenos de inseguridades que, simplemente, se protegían dando una imagen distorsionada de sí mismos. En ese sentido, es ejemplar la escena inicial en la que un Borg agobiado por las fans se refugia en un bar regentado por alguien que no sabe quién es, y al que, tras pagar su consumición cargando cajas porque no lleva dinero en el mundo, le confiesa lo que realmente le hubiera gustado ser en la vida.

Inteligente en la forma en que dosifica las partes tenísticas y muy hábil en la elección de momentos íntimos que dibujan a los personajes, la película se beneficia del trabajo mimético de Gudnason y LaBeouf y se corona con la impresionante recreación de la batalla que convirtió la pista en un escenario mítico.