"Cien Pasos" es el nombre del refugio de montaña en el que los protagonistas de nuestra historia se encuentran. Allí comienza una aventura que cambiará para siempre sus vidas. Cien pasos son los que separan ese lugar acogedor donde se cuentan historias al son del crepitar de la chimenea del mirador desde el que aprenderán a discernir las luces de las sombras que acechan en forma de cazadores furtivos sin escrúpulos. Cien pasos son los que necesita Lucas para conocer el verdadero sentido de la amistad, de la solidaridad y de la superación. Sólo cien pasos para aprender a volar.

A sus catorce años Lucas no ve con los ojos. Tampoco le hace falta porque ha aguzado sus sentidos de tal manera que le convierten en un superhéroe, pero no a la manera de Daredevil y otros famosos personajes de ficción, sino amplificando tanto su sentido común como el resto de sensaciones. Tras la pérdida de la vista, quizás la capacidad en la que más confiamos los humanos, cuando era poco más que un bebé, se abrió ante él un mundo totalmente nuevo y muy alejado del concepto de tara. Y es que la palabra "discapacidad" esconde, tras su primera connotación negativa, un mundo lleno de -aunque suene paradójico- posibilidades sensoriales que a veces van más allá de nuestra comprensión. Unas posibilidades que, en el caso de nuestro protagonista, se amplifican en contacto con la montaña, ya que en sus habituales paseos por la misma "se sentía como una antena parabólica que, tras haber recibido durante años mensajes del planeta Tierra, de repente empieza a captar oleadas de señales de otro mundo". Dichas señales no son sino un reencuentro con nuestros ancestros incontaminados por pantallas y dispositivos electrónicos y son uno de los grandes aciertos de Giuseppe Festa, que hace de esta novela corta un festival de sensaciones que recuerda, en un formato adaptado a lectores jóvenes, la imponente obra de Patrick Süskind "El perfume". Porque en "Cien pasos para volar", editada por Duomo, Festa consigue embriagarnos con la resina de los abetos y hacernos sentir la sombra sobre nuestra piel, el ronco graznido de los cuervos o el paso juguetón de la brisa por el cabello.

En este cuento, puro alegato ecologista, Lucas, acompañado de Clara, una niña a la que sólo él logra ver tal como es, funde su alma con el de un aguilucho al que pretenden robar de su nido unos traficantes de animales. De principio a fin del relato la suerte del pájaro, al que llaman Céfiro, nos mantiene en vilo mientras experimentamos las emociones de los personajes. A Lucas y a Clara les acompañan Bea, la tía del primero, y Tristán, un guía que podría encarnar a un clásico ser protector de los bosques.

Queda patente la pasión de Festa por la naturaleza, algo que se manifiesta en su faceta musical, ya que las composiciones del grupo Lingalad, que él lidera, están atravesadas por sonidos de nuestro entorno salvaje que consiguen, al igual que en esta novela, zambullirnos en un escenario que se siente sin necesidad de ver y hacernos comprender el rico mundo interior que habita en las personas ciegas, de las que en tantos aspectos podríamos aprender.

Sólo basta con comenzar a leer: "La montaña dio al muchacho una bienvenida de resina. No fue un saludo repentino. Lucas había captado la esencia de los abetos desde el sendero que, más abajo, atravesaba los prados bañados por el sol. El olor de las coníferas se había hecho cada vez más intenso. Cuando su piel notó las primeras sombras de los árboles, se vio envuelto por una fragancia balsámica. Lucas no era muy amante de los abrazos, pero aquel del bosque le gustaba".