Seis años después de "Amor", con la que Michael Haneke obtuvo su segunda Palma de Oro, el director austríaco regresa mañana a las pantallas españolas con "Happy End", retrato sin concesiones de una familia en estado de descomposición que le sirve para criticar la indiferencia de la sociedad.

La falta de empatía o la brecha generacional, temas recurrentes de una trayectoria que comenzó a los 46 años, se condensan en una cinta protagonizada por un clan de burgueses en la localidad francesa de Calais, agujero negro de la migración europea al que estos dan la espalda.

"Soy tan ignorante sobre los inmigrantes como los protagonistas. Lo que puedo mostrar es ese autismo, esa ceguera, ese rechazo de la realidad por parte de los personajes", indica en un encuentro con periodistas el cineasta sobre un filme presentado en la edición de 2017 del Festival de Cannes, donde se consagró por primera vez con "La cinta blanca" (2009).

En "Happy End" nadie escapa a su sarcástica visión. Ni el patriarca (Jean-Louis Trintignant), que quiere quitarse la vida mientras le queden facultades, ni su hija (Isabelle Huppert), que lucha por mantener a flote la constructora familiar, ni su hijo (Mathieu Kassowitz), que tras el intento de suicidio de su esposa queda a cargo de su pequeña.

"Muchos de mis personajes son ambiguos. Todos tenemos un lado oscuro, impulsos. A menudo se ve a los niños de forma falsamente inocente, pero hay que tener en cuenta que son la expresión del medioambiente que los rodea", dice Haneke.

La perspectiva de la nieta, de 13 años, marca el ritmo de una historia que comienza y acaba con imágenes grabadas por su teléfono móvil y que desvelan una personalidad mucho más macabra que la ofrecida en una primera impresión.

"Tengo un sentido del humor muy extraño que no todo el mundo entiende", confiesa el director, que a sus 76 años admite haber hablado con gente joven para entender cómo funcionan Facebook, Snapchat u otras redes a las que ya es difícil escapar.

Haneke, que con la edad reconoce haberse vuelto "más impaciente e intolerante", no le da la espalda al impacto de los medios digitales en nuestras vidas porque ve "imposible" no tenerlo en cuenta.

Y en esta vuelta a la dirección apuesta por dos de sus actores fetiche, de quienes asegura que hay "pocos de su nivel": Trintignant y Huppert, que en "Amor" se pusieron también en la piel de un padre y una hija.

Huppert "controla cada aspecto de la actuación. Puedes pedirle que haga lo que sea, llorar exactamente en la tercera palabra. Es increíble", dice de ella el cineasta, que colaboró con la intérprete por primera vez en "La pianista" (2001).

La actriz destaca en declaraciones a Efe que no hay una línea conductora en su manera de dirigir: "Impone en cada momento ciertas restricciones o al contrario ciertas facilidades. De pronto se preocupa por un aspecto muy técnico de la escena o te deja muy libre".

Huppert (París, 1953) sostiene que su personaje "no es particularmente ni simpática ni antipática, sino simplemente bastante indiferente", tanto en relación con su familia, como con la situación de los inmigrantes, "que le explota en la cara al final de la película".

Poner el foco en la burguesía permitió a Haneke que su mirada "fuera todavía más implacable", afirma la actriz, pero su crítica, añade, es extrapolable.

"Elige una familia particularmente privilegiada, que vive totalmente encerrada en sí misma, pero esa constatación, esa impotencia, la puede ampliar a otras capas de la población", concluye una intérprete que reconoce como un "gran privilegio trabajar en algo que no consideras un trabajo".