Es todo tan anacrónico que casi resulta entrañable. Casi. El viejo gag del camarero que monta el pollo con los clientes (el marisco da mucho de sí cuando lo manejan manazas), la vetusta gracia de la sombrilla del cóctel que se clava en zonas erróneas, los botones de chaquetas cruzadas que se enredan... Johnny English vuelve más rancio que nunca con una propuesta que tal vez podría tener encaje en los años 60 (cuando Peter Sellers sentaba cátedra sobre el humor mudo y elocuente en El guateque) pero que ahora presenta evidentes signos de oxidación: solo para fans de Rowan Atkinson y sus patochadas finalmente triunfantes.

Hay que agradecer, al menos, que las nuevas aventuras de English asuman su comicidad vintage sin recurrir a los efectos especiales para fabricar escenas de acción con las que engatusar a nuevas generaciones. Es, en cierto modo, coherente. De hecho, su mayor conexión con los tiempos modernos es una secuencia (la más graciosa de la película, dicho sea de paso) en la que el destrozón agente secreto se pone unas gafas de realidad virtual y empieza a ver a pacíficos ciudadanos (incluida una anciana) como villanos a los que machacar. Ese momento afortunado, las "enseñanzas" a un grupo de alumnos infantiles y las presencias de la amartillada Olga Kurylenko y una Emma Thompson que se sabe reir de sí misma son lo único salvable de una función tan viejuna como la armadura que acapara el protagonismo final.