"Observé a la cría con nuevos ojos. Vi su condición de huérfana. Desvarié sobre su madre, atropellada por un coche mientras buscaba comida. Tal vez ahora yacía aplastada sobre el asfalto. O, en cualquier caso, estaba imposibilitada para volver a la madriguera. Lo imaginé a él, que esperaba en vano. Y su miedo. Probablemente, presa de la desesperación, decidió salir de la madriguera para buscar a su madre. Y, en un instante, como un rayo, sentí su soledad. Toda. Abismal. La reconocí. Era igual que la mía, igual que la que sentía cuando era niño".

Cuando un buen amigo te pide un favor, es difícil negarse. En mayo de 2013, un amigo veterinario pidió a Massimo Vacchetta que se encargara de su clínica durante un fin de semana. Una mujer acababa de llevar una cría de erizo huérfana que había encontrado en su jardín y el animal, que tendría dos o tres días de vida, requería cuidados especiales. Vacchetta, veterinario especializado en ganado bovino, se sorprendió ante esta petición. Sus manos, grandes y rudas, estaban acostumbradas a animales mucho más grandes, no a una criatura que tan solo pesaba 25 gramos.

En su primer encuentro, Vacchetta se colocó el erizo en la palma de la mano para observarlo mejor. Se fijó en sus patitas anteriores, con unos dedos finos que recordaban a los de unas manos diminutas. Esa similitud lo conmovió. Después de hacerse unos selfies con el animal y publicarlos en Facebook, se marchó a casa.

Al día siguiente, por la mañana, se vistió con el mismo esmero de siempre. Massimo era de esas personas que no pueden salir de casa sin mirarse al espejo y comprobar que todo está perfecto. "El aspecto físico me importaba, era consciente de que era atractivo y me esforzaba por destacarlo". Cuando llegó a la clínica de su amigo Andrea, Massimo abrió la puerta y se quedó de piedra.

"Oí un quejido. Un llanto pequeño, sutil. Como el de un polluelo. O el de un pajarillo. Gemidos minúsculos y continuos, con intervalos de pequeñas pausas. Llegaban directos al corazón. Se clavaban en él. Me dolían. Sonidos débiles pero agudos, con forma de lágrimas. El erizo pedía ayuda. Me acerqué a su caja, llena de viruta. Cogí al animalillo y lo acomodé en la mesa que había al lado. El erizo estaba frío. El hielo de la vida que se escurre para dar paso a la muerte. Sentí una pena infinita por aquel pequeño animal. Me asaltaron emociones conocidas y, sin embargo, nuevas, como si acabaran de despertar de un entumecimiento que las había mantenido escondidas, o que las había hecho prisioneras durante mucho tiempo. Estaba acostumbrado al dolor de los animales, lamentablemente. Pero había creado un escudo que me permitía establecer una cierta distancia. Un escudo que, en solo un instante, se hizo añicos frente a aquella pequeña criatura. Observé a la cría con nuevos ojos. Vi su condición de huérfana. Desvarié sobre su madre, atropellada por un coche mientras buscaba comida. Tal vez ahora yacía aplastada sobre el asfalto. O, en cualquier caso, estaba imposibilitada para volver a la madriguera. Lo imaginé a él, que esperaba en vano. Y su miedo. Probablemente, presa de la desesperación, decidió salir de la madriguera para buscar a su madre. Y, en un instante, como un rayo, sentí su soledad. Toda. Abismal. La reconocí. Era igual que la mía, igual que la que sentía cuando era niño".

Vacchetta creció con un padre hipocondríaco que creía constantemente que iba a morir. Además, su madre trabajaba muchas horas y siempre era el último niño al que iban a recoger al colegio. Hijo único, pasó muchas horas solo, con el miedo constante de que llegaría un día en que su madre no aparecería. «Mi infancia estuvo acompañada por ese miedo al abandono. A la carencia. A la soledad».

Cuando se convirtió en un adulto, Vacchetta canalizó esa ansiedad en una tremenda preocupación por su matrimonio fallido y por el estado de salud de su madre, cada vez peor. No obstante, tener que cuidar de este pequeño erizo, que luego descubrió que era una hembra y a la que llamó Ninna, curó un dolor muy profundo en su alma. "No estaba satisfecho con mi trabajo, tampoco con mi vida. Tenía la sensación de vivir a tientas en una oscuridad vacía, sin ningún tipo de orientación. Necesitaba algo que me entusiasmara, que me brindara aquellas ganas de vivir que tanto ansiaba".

Poco a poco, y con la ayuda de algunos expertos en erizos, Vacchetta aprendió todo lo necesario para cuidar a estos pequeños y entrañables animales. Durante las primeras semanas, tuvo que alimentar a Ninna cada dos o tres horas, día y noche, y después de cada comida tenía que masajearle la zona genital con un poco de aceite de almendras para estimular la deyección. "En cuestión de pocos días, mi aspecto físico había cambiado. Y no para mejor. Pero, por primera vez, no me preocupaba mucho. Siempre había dado una gran importancia a mi aspecto exterior y, en cambio, poca importancia a lo que hay en nuestro interior, a nuestra humanidad".

Cuando Ninna creció un poco, Vacchetta aprendió a conectar con la naturaleza: "Los paseos con Ninna me enseñaron a escuchar el silencio del campo. Descubrí que, en realidad, ese silencio aparente. Los crujidos, los susurros de las hojas, la melodía de los grillos, las voces de los pájaros nocturnos y muchas más cosas poblaban esa quietud ficticia".

Cuando alguien en el norte de Italia encontraba un erizo y no sabía cómo cuidarlo o qué hacer con él, llamaba a Massimo. Así, al final, decidió cumplir un sueño: abrir un centro de recuperación de erizos que se llama La Ninna. Su objetivo es prestar ayuda a estos animales y liberarlos en la naturaleza cuando están preparados para ello. En el caso de los erizos que tienen algún tipo de discapacidad que les impide sobrevivir por sí solos en su hábitat, Massimo los acoge permanentemente y, junto a un grupo de voluntarios, cuidan de ellos para ofrecerles la mejor vida posible.

Aunque Ninna llegó a ser como una hija para Massimo, al final tuvo que despedirse de ella y liberarla. «En aquel momento, todavía no me daba cuenta de que estaba humanizando demasiado a Ninna. Caía en la trampa de pensar en ella como si fuera una niña. Mi niña. Pero eso no era bueno». Los erizos son criaturas salvajes y después de que Ninna diera muestras de frustración y agresividad mientras estaba en cautiverio, Massimo decidió liberarla. "A esas alturas, había liberado a muchos erizos. Y había visto el brillo en sus ojos, como estrellas resplandecientes en la noche, cuando comprendían que eran libres. En el momento en que se daban cuenta, esas criaturitas desprendían felicidad a través de cada púa y pelo de su cuerpo. Quería esa misma felicidad para ella, para mi Ninna".

"Ninna desencadenó tantos cambios que parece que hayan pasado siglos desde aquel mes de mayo hasta ahora. Ante todo, yo he cambiado. Aunque, pensándolo bien, no es exactamente así: más que cambiado, me he renovado. Me he reencontrado con esa parte de mí que estaba reprimida y bien escondida, que esperaba a que Ninna llegara para hacerla florecer. Se acabaron la falsedad y la vanidad, ahora solo daría importancia a los valores que había recuperado. El valor de la vida. Del amor. De prestar ayuda".

En el centro de recuperación La Ninna, Massimo ha cuidado de muchos erizos que también se han adueñado de un trocito de su corazón. En 25 gramos de felicidad, podréis conocer a algunos, como Ninno, Lisa, Trilly o Salvo.