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La Espuma De Las Horas

Aquellos días de enero en Praga

Cincuenta años después del sacrificio de Palach, reviven las imágenes de la protesta contra la ocupación soviética

Jóvenes checos en la Plaza Wenceslao, de Praga, en enero de 1969.

Con la película de Robert Sedlácek han resonado los ecos de la muerte de Jan Palach, héroe de una revolución aplastada. Hace seis años, Agniezska Holland dirigía una miniserie de televisión, comercializada en inglés como Burning Bush, sobre la invasión soviética de Praga, utilizando como eje de la historia la batalla legal emprendida por la familia del bonzo checo en defensa del honor de su hijo. En ella se pueden ver algunas de las imágenes de archivo del director de fotografía Stanislav Milota. Milota documentó con su cámara los hechos en torno a la Primavera de Praga tras la incursión de los tanques del Pacto de Varsovia de 1968.

He vuelto a ver las imágenes originales de Milota. La película se llama Jan 69. Jan, sólo su propio nombre, no necesita apellidos, únicamente puede ser Palach, el estudiante de filosofía que en enero de hace cincuenta años se prendió fuego en la Plaza Wenceslao, de Praga, para protestar contra la invasión soviética. Pero también es Jan de January, enero. Dos fechas, blanco sobre negro: 16 de enero de 1969, en que Palach se inmola, y 19 de enero de 1969, el de su muerte, después de tres días de terrible agonía. Corta el aliento pensar en los veinte años que separan esta última del nacimiento del mártir checoslovaco. Veinte añitos.

Jan también son las tres primeras letras del nombre de Janacek. La sombrías notas de su réquiem, las imágenes en blanco y negro de la Plaza Wenceslao, donde el Palach cayó al suelo en llamas, justo debajo del monumento al santo fundador de Checoslovaquia. Hay velas, cientos, miles. La cámara de Milota la sigue hasta la base del monumento, donde sólo hay una foto grande: la del joven bonzo. Una imagen que en los ocho minutos del documental aparece reproducida cien veces en las paredes. En el frente, dos muchachos inmóviles, con una bandera checoslovaca en la mano, es tal vez copia involuntaria de los dos soldados con armadura tallada debajo del monumento.

Un héroe de nuestro tiempo murió allí. Quería despertar a la sociedad checoslovaca del letargo rendido en el que comenzó a caer después de la ocupación soviética, y se quemó a sí mismo. Resulta impresionante recordarlo en la atmósfera sin precedentes de ese tiempo, y aún es más difícil de imaginar con la distancia social que existe en la actualidad sólo fingidamente atenuada por la comunicación en las redes.

La cámara de Milota gira y comienza a seguir a las multitudes: gente, gente, gente, en una fila ordenada de tres o cuatro, envueltos en sus abrigos de invierno, en un silencio fantasmal, que subrayan las notas iniciales del réquiem. Conmueven esas caras de Praga en shock, sombreros de lana para protegerse del frío. Apenas puedes verlos. Lo llamativo es que nadie habla. Permanecen en un espectral silencio. Todos están allí, fuera de sus hogares para homenajear a su héroe, y nadie quiere decir una palabra: testifican con su presencia. Es suficiente. En el estado policial que todo lo controla, ni siquiera se ve un uniforme. Hay días en que incluso los dictadores saben que no es el momento de presentarse: aquel de enero fue uno de esos.

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