Cuando llegó el turno de las deliberaciones en aquel Consejo de Gobierno de primeros de agosto de 2010, todo lo dijo el entonces presidente, Vicente Álvarez Areces. "Os comunico que José Luis (Iglesias Riopedre) lo deja por problemas de salud, porque tiene mal el corazón y la salud es lo primero, ¿eh, José Luis?, que no podemos estar siempre en la batalla, que ya son muchos años y toca cuidarse", relatan integrantes de aquel Gobierno. Areces soltó un anuncio que pilló a todos por sorpresa. Riopedre asentía, en silencio, reclinado en aquel gesto entre distante y aburrido con que solía acudir a las reuniones de los miércoles del Ejecutivo. Amigo personal de Areces desde la juventud, era el único que se atrevía a cuestionar al Presidente cuando se embalaba en algún reproche a los integrantes de su gabinete. "¿Me estás escuchando, José Luis?", decía en aquellas ocasiones Areces mientras el consejero de Educación parecía un alumno distraído. "Sí, sí, sí...", mascullaba Riopedre.

Cinco meses más tarde, José Luis Iglesias Riopedre fue detenido junto con la que fuera su mano derecha en la Consejería, María Jesús Otero, que había pedido una jubilación anticipada a la par que el Consejero se retiraba por aquellas causas médicas. Cayeron también arrestados la funcionaria Marta Renedo y los empresarios Víctor Manuel Muñiz y Alfonso Carlos Sánchez. Siempre quedará la duda de cuánto conocía Areces sobre la marea que le venía encima al Gobierno socialista, sobre aquella pequeña ola que había iniciado el aleteo delictivo de la funcionaria Marta Renedo y que se convertiría en un tsunami para la Administración del Principado. Lo que sí quedó acreditado en el sumario es que al menos María Jesús Otero sabía, por boca de su banco, que la Policía rastreaba sus cuentas corrientes.

Han pasado nueve años y ocho meses desde que el 24 de febrero de 2010 LA NUEVA ESPAÑA revelase la punta del hilo del que tiraron con paciencia los investigadores para acabar desenredando toda la trama del "caso Marea". Se trata de un caso de dos caras, dos "modus operandi", dos aspectos que muestran sendas vías por las que la corrupción puede asentarse en la Administración pública.

La primera gota de la tormenta cayó gracias a una investigación de Hacienda en la cuenta de una mujer. La titular desconocía la existencia de esa cuenta a su nombre, que estaba siendo utilizada por Marta Renedo para desviar dinero obtenido de contratos irregulares que adjudicaba a empresas suyas falsificando las firmas de sus superiores. El caso de Marta Renedo es el de quien decide, conscientemente, establecer una trama delictiva amparándose en su conocimiento de los resquicios de la Administración. Renedo tenía a su cargo contratos que no conllevan adquisiciones físicas, vinculados a la informática, con lo que resultaba complicado saber si eran o no necesarios, o si las empresas a las que se adjudicaban eran las adecuadas.

La otra cara de la corrupción es la que representaba el entramado que controlaba María Jesús Otero con los proveedores de la Consejería de Educación, que año tras año se llevaban contratos millonarios en material escolar y mobiliario para los centros educativos. Representa la corrupción que se asienta en las estructuras obsoletas, en procedimientos personalistas y en relaciones habituales (casi personales) entre altos cargos y empresas que prestan servicios. Esta corrupción resulta especialmente dañina, porque termina extendiéndose, igual que un cáncer. "En aquella época, en aquella Consejería, se producían contratos a familiares, decisiones arbitrarias para beneficiar a amigos", relata un funcionario. Todo ello, además, ocurría en el tiempo de las vacas gordas, en la que recibir paletillas de cerdo ibérico por Navidad no conllevaba ningún sonrojo ni cargo de conciencia.

La conexión entre estas dos partes aparentemente separadas (Marta Renedo y María Jesús Otero trabajaban en consejerías distintas) existía en una de las empresas de la trama, vinculada con ambas actividades irregulares.

De José Luis Iglesias Riopedre se repitió una y otra vez su espartana austeridad. "No gastaba, vestía unas camisas que parecían tener más edad que él; una vez fue a Madrid en el coche oficial, pararon a mitad de camino y él se pagó su café y también el chófer tuvo que pagarse el que había tomado", relata un excompañero de los años de Gobierno. La sentencia señala que el exconsejero de Educación no obtuvo lucro personal, pero sí favoreció a su hijo (que finalmente quedó absuelto) y consintió la trama que existía entre Otero y los empresarios condenados. En cualquier caso, era el máximo responsable y representa la pena de infamia, el sambenito (prenda que llevaban los condenados por herejía para escarnio público) del que ha tratado de zafarse el PSOE desde que estalló el escándalo. La entrada en prisión de quien ocupó una silla en el Consejo de Gobierno, aunque se intente exculparle apelando a sus motivaciones o a su estilo de vida, tiene un marcado simbolismo. Evidencia hasta qué punto las prácticas irregulares estaban asentadas en la Administración, aunque con posterioridad se haya tratado de minimizarlas.

Después del oleaje llega la resaca de cinco condenados dispuestos a cumplir penas de cárcel, casi una década después; la "rucha" (lo que deja la marea) es la primera gran mancha de corrupción en la Administración asturiana, una mácula de la que, parece claro, nada está exento.