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Hablemos en serie

Calamares caídos del cielo

El capítulo sexto de "Watchmen" es una joya que compensa la irregularidad de una serie que se adora o se detesta

Nueve episodios

Si Watchmen mantuviera durante todo su metraje la intensidad agresiva y convulsa de su arranque estaríamos hablando de una de las series más arrolladoras de los últimos tiempos. Arrolladora en el sentido de que combina ingredientes en apariencia incompatibles para poner ojos arriba al espectador: imágenes espectaculares, personajes desvalidos y personajes cambiantes, violencia sin control, desmadre visual con efectos especiales de clase A al servicio de un carrusel de sensaciones dispares. Histeria e historia enlazadas sin contemplaciones. A bocajarro. Pero la función, que durante el primer capítulo se mantiene intrigante y cargada de puntos suspensivos que allanan el camino a la sorpresa, se va desgastando e irrumpen en escena subtramas y personajes que solo sirven para atascar la acción y anudar las emociones. Hay momentos puntuales que impresionan (la matanza en la feria, todas las apariciones de un Jeremy Irons descarriado que se las arregla para que todas las secuencias en las que aparece sean un prodigio de delirios y furia...) pero los requiebros estructurales que maneja terminan agotando por la falta de interés de algunos de ellos, dominados por un desorden narrativo y una apatía en el desarrollo de nudos argumentales que invitan a la indiferencia, cuando no a la confusión. No se trata de comparar la serie con la novela gráfica original, que extiende sin pleitesías, ni con la película de Zack Snyder, que tanto gusta a unos y tanto irrita a otros: formatos distintos y formulaciones distantes.

Como producto autónomo, "Watchmen" es irregular, tiende a marear la perdiz sin consecuencias -alterar las percepciones lógicas del espectador puede ser un arte si se hace con talento- y pone en el aire demasiados bolos: algunos se caen por falta de equilibrio, como calamares poco hechos. No es algo nuevo en la trayectoria de Damon Lindelof ("The Leftovers" y "Perdidos"), que combina buenísimas ideas con otras de desconcertante obviedad.

¡Ahora bien! Tras algunos capítulos erráticos explota, literalmente, una sexta pieza maestra perfecta que concentra obsesiones colectivas y desgarros individuales, y que no solo propicia una más que interesante reflexión sobre los (d)efectos venenosos de la nostalgia tragada por ese gigantesco y demoledor calamar que arroja tinta con la que disimular las consecuencias brutales del racismo y del odio y la venganza, tres patas para un cadalso que la sociedad norteamericana conoce de sobra y practica con devoción. Es en esa joya televisiva (de similar calado a un mítico capítulo de David Lynch en la última entrega de Twin Peaks que valía por toda la serie) donde todo fluye y confluye con depredadora naturalidad: la respetuosa traición a ciertos puntos del cómic para desencapuchar cuestiones dudosas, la mirada sesgada y furiosa al mundo de los superhéroes felizmente atrapada en una (re)visión lacerante de las viñetas que nos ilustran y definen. Sin piedad y abriendo heridas por doquier en lustrosos cambios de color y revolcones temporales con un uso memorable de las canciones.

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