Ignacio Ferrando (Trubia, 1972) confirma con "Referencial" (Tusquets) su condición de escritor colocado en primera fila de expectativas cumplidas. El autor de la sobresaliente "La quietud" admite que se apoya "en la estructura clásica del thriller en el planteamiento de un enigma -la desaparición en Roma de la hija del protagonista que hace meses trató de suicidarse- y en la formulación de preguntas que son respondidas en capítulos posteriores, una cadena 'de enigmas' cuya resultante final es una tesis moral y artística: ¿podemos existir originalmente? No solo como artistas, que también, sino, sobre todo, en la vida. ¿Podemos ser padres, maridos o profesores al margen de los padres, maridos y profesores que hemos tenido? Los nuestros, los de los otros, lo que se espera de nosotros y lo que nosotros esperamos de nosotros mismos".

-¿Es posible ser original en el arte a estas alturas?

-Creo que sí, aunque con honestidad hay pocos ejemplos en este último siglo. Lo realmente interesante para mí, o lo que plantea la novela, no es la originalidad en sí, que en realidad es un intangible basado en la más pura subjetividad, sino la vocación de ser original, la apasionante tentación de ser original. Lograr la originalidad depende de muchas variables: tesón, inspiración, si me apuras también la casualidad, pero la vocación de ser original está al alcance de todos. Y esa pretensión, que en la novela se compara con nadar en la oscuridad sin saber a dónde -cada brazada nos aleja más del objetivo, nos acercarnos más al agotamiento- es realmente lo importante. Tengo la sensación de que hay muchos escritores que ni siquiera se plantean la posibilidad de ser originales, para los cuales su trabajo se limita a la repetición de estructuras que han funcionado y cuando digo que han funcionado me refiero, casi siempre, a un punto de vista meramente crematístico. Y otros, sin embargo, que no han llegado a ningún lado, y siguen nadando en la oscuridad, pero que entienden su trabajo como una búsqueda de renovación constante. Para mí eso diferencia al artista del que no lo es. La gran tragedia de Ismael, el protagonista de mi novela, es la de mirar atrás y descubrirse en mitad de esa noche, agotado, sabiendo que va a ahogarse de un momento a otro y que sus cuadros solo son referencias a otros que él ha admirado.

-Un pintor bloqueado acepta dar una asignatura de Historia de arte. ¿Hay algo del autor en ese escenario?

-No tengo talento para escribir al margen de mí mismo, para inventarlo todo. Muchas de las preguntas que se plantea Ismael son las preguntas que me he hecho yo en la escritura, en mis clases. Él es pintor y yo escritor, pero esencialmente ambas disciplinas son idénticas en muchos aspectos. Por ejemplo, en ese debate continuo sobre la libertad creativa y la técnica, qué debe prevalecer —si es que algo debe prevalecer—, sobre la función del equilibrio y el exceso en el arte, sobre el movimiento a ninguna parte como el único modo de investigación creativa, incluso sobre la responsabilidad que tiene un profesor con su alumno.

-¿Qué papel juega el lector en su propuesta?

-Un papel fundamental. Cuando construyo mis novelas soy muy consciente de la necesidad del lector de buscar un sentido concreto a lo que sucede. Si lo logro se establece un diálogo entre esa necesidad y lo que está siendo narrado, que no tiene por qué coincidir. El lector, de algún modo, se convierte en un personaje de la historia. Es el juez moral, el que decide lo que está pasando. Te pongo un ejemplo. Si yo escribo que la casa era blanca, el lector no tiene dudas, la casa era blanca. Si escribo que la casa era negra, tampoco, no hay más que hablar. La casa era negra. Pero si escribo que la casa era blanca y negra, el lector está obligado a tomar una decisión, ¿era blanca? ¿era negra?, o quizá gris, o quizá depende de la luz del día que incida sobre su tejado. Digamos que a mí me interesa que ahí haya una casa, pero es él el que decide cómo es esa casa. Si sustituyes esa casa por un dilema moral o artístico, como ocurre en Referencial, el lector se convierte automáticamente, no en un espectador pasivo, que asiste impávido a la recepción de un mensaje, sino en alguien necesario, que interactúa y dota de sentido al texto. Algunos críticos han visto en "Referencial" un texto amoral, valiente de algún modo, pero en realidad es solo la ambigüedad sistemática del texto, que solo voy cercando en el último tercio de la novela al objeto de darle un carácter conclusivo.

-¿Copiar bien puede ser una forma de arte?

-Para mí copiar bien es copiar bien. Nada más. El arte es otra cosa. Aunque como he dicho, pretendiendo crear arte solo hagamos que repetir lo que otros han hecho.

-¿El "espejo de la propia perversión" a quién refleja?

-Hace años estuve en una exposición sobre Egon Schiele. Contemplaba una de esas muchachas desnudas de sus láminas. Son niñas de trece o catorce años, núbiles en su mayoría, con las costillas marcadas y aspecto famélico, casi enfermizo. Me recuerdo preguntándome si lo que veía era arte o solo obscenidad. Si era pornografía, por qué no podía apartar la mirada, y si era arte, por qué sentía tanta vergüenza al mirarlas directamente. En ese momento llegó un padre con su hija de seis o siete años. La niña miraba a la misma muchacha que yo, pero su mirada era otra bien distinta, limpia, alejada de mis prejuicios morales. Su mirada y mi mirada eran completamente diferentes. Digamos, y ahora sí respondo a tu pregunta, que esas modelos de Schiele estaban reflejando mi propia perversión. Y cuando hablo de perversión, no solo me estoy refiriendo al aspecto más sexual del término, como pudiera deducirse del ejemplo, sino a un sentido más amplio, el arte reflejaba al monstruo. Para la niña, solo era otra niña desnuda. Para mí era otra cosa. Eso ocurre con el arte. Nunca miramos igual porque nuestra mirada es la acumulación de lo que hemos mirado. De ahí la frase de la novela.

-¿Las relaciones maestro/alumno dan mucho juego?

-La polaridad maestro/alumno padre/hijo, etcétera, ayuda a marcar la asimetría de los conflictos que planteó. Óscar, el alumno de la novela, e Ismael, el profesor, son el mismo en estadios diferentes, interpretan un mismo rol distanciados por el tiempo. Lo que cambia es el punto de vista y la perspectiva, pero no nuestro papel en la comedia. Esto refuerza la idea de que no podemos escapar a nuestro destino, de que Óscar se transformará indefectiblemente en Ismael. Igual que no podemos crear nada original, tampoco podemos ser originales en lo que respecta a nuestro destino. Esa es la tesis de partida. Y la novela es el camino para tratar de desvirtuar esta aseveración.

-¿Escribir le ayuda a descifrarse como persona?

-Escribir para mí es un privilegio porque mi trabajo está ligado a la lentitud y a la reflexión. De cada libro que escribo aprendo algo, la literatura debe manchar, incluso doler, porque eso se trasmite al lector y el arte debiera ser un sistema para plantear interrogantes que nos conformen como personas, que nos coloquen en situaciones ante las que pensar: "sí, está loco, es un monstruo, pero en su lugar yo también lo haría€", porque eso nos previene, precisamente, contra ese otro que reside en un plano larvario dentro de nosotros.

-La paternidad, de nuevo. ¿Cómo se muestra en esta novela?

-Sí, se habla de padres e hijas, pero más que de la paternidad en sí, se habla de la culpa, la culpa por no haberlo hecho bien, por haberse equivocado, por no estar cuando se tenía que estar... No sé cómo puede sentirse un padre cuya hija ha intentado suicidarse. Es horrible. En la novela se dice que cuando el que se suicida es otro, esa muerte es un grito, una llamada que, consciente o inconscientemente, trata de culpabilizarnos; pero que, si esa muerte es la de nuestra hija, somos culpables sin paliativos. Esa fue la parte más difícil de la novela, porque sentí que esa pérdida podía ser también la mía. En una de las presentaciones, uno de los lectores se acercó a hablar conmigo. Había pasado exactamente por esa situación y se sentía plenamente identificado con la brutal honestidad de Ismael, que quizá, en la novela, solo trata de reparar algo que quizá ya no esté en su mano reparar.

-¿Las buenas críticas anteriores son un estímulo o una presión agobiante?

Cada libro es un proyecto nuevo. Por algún motivo, existe el malentendido de que cada nuevo libro debe ser mejor que el anterior. Y no es así. Lo cierto es que cada nuevo proyecto lo enfoco con cierto desenfado, si quieres, con cierta irreverencia. Solo en las últimas partes de la escritura corrijo de un modo obsesivo buscando la pulcritud. Lo que sí es cierto es que nunca mando a un editor nada de lo que no esté contento al 98%.

-¿La disciplina impide los bloqueos?

Nadie está a salvo de los bloqueos. Pero lo que sí es cierto es que la falta de disciplina lo fomenta. Aunque me considero un autor lento, sí tengo una disciplina de trabajo que, con los años, se ha vuelto todavía más férrea. Esa disciplina obedece a una necesidad. Mi necesidad de ser a través de la escritura. No publico todo lo que escribo, por supuesto. Y puedes tener un mal día, y un mes, pero entonces apagas el ordenador y aprendes a perdonarte, que es una parte consustancial del aprendizaje del existir.

-¿Se puede vivir de la literatura?

Lamentable la piratería ha acabado con las últimas posibilidades que teníamos de vivir de nuestro esfuerzo. Cada día las editoriales tienen menos margen para apostar por autores porque sus márgenes se han reducido drásticamente. Por fortuna, Juan Cerezo e Iván Serrano, y resto del equipo de Tusquets, apostaron hace años por mi trabajo y son los mejores compañeros que uno pueda desear.

-¿La corrección política es tóxica para el arte?

-La corrección política está en la vida pública y en las redes sociales, pero, por suerte, el arte -y la literatura- sigue siendo el último reducto para ser irrespetuoso. La censura es solo una estupidez que logra justo lo contrario de lo que pretende. El libro "Fariña", de Nacho Carretero, se vendió como churros después de que un juez ordenara la incautación de la edición, se hizo una "película", etc. Lo que sí es peligroso es la autocensura, que el escritor piense que no debe escribir esto o aquello, o no hacerlo tan descarnadamente, porque puede ser "mal recibido".

-¿Existen los monstruos?

-Un censor, por ejemplo, es un monstruo necesitado de gritar: «yo no soy así, no se puede ser así, no debemos permitir que nuestros hijos vean esto€». Ese monstruo vive agazapado dentro de nosotros y solo en determinadas circunstancias asoma sus garras. No lo digo yo, lo atestigua la historia de la humanidad y la barbarie que, en muchos casos, lleva asociada. O alguien piensa que los alemanes, una de las naciones más cultas y formadas del siglo XX, eran peores o diferentes a nosotros. Solo se dieron las condiciones adecuadas: la humillación nacional, la inflación, la devaluación del marco, etc. Y el monstruo dijo, aquí estoy, yo os voy a sacar de aquí, tengo la solución fácil. Algo que hoy día, con el auge de los nacionalismos y los partidos de extrema derecha, campa indulgentemente a sus anchas en media Europa.

-¿Para qué sirve la literatura hoy en día?

-Es una buena pregunta. Y como desconozco la respuesta, te plantearé otra pregunta: ¿Existe algún otro medio de comunicación que permita conocer e-x-a-c-t-a-m-e-n-t-e lo que sintió otra persona sin adulteración y censura mediática? Los canales de televisión, la redes, todos esos medios «instantáneos» están en manos de determinados poderes e ideologías y, por tanto, son susceptibles, si así lo consideran, de censurar. Y no me refiero a la censura a la antigua usanza, que también. A Google, por ejemplo, le basta con relegar a las últimas ocurrencias de su buscador un determinado artículo para que deje de existir. Pero esto no ocurre en la literatura. A través de ella podemos saber cómo pensaba Hitler y Primo Levi, sus testimonios directos, sus palabras, qué pensaban, a donde nos pueden llevar las soluciones fáciles —que Hitler llamaba "finales"—. Pero sobre todo la literatura es esa tierra de nadie donde se obliga al lector a pensar, a posicionarse y a regresar a lo lento, donde se le obliga, no a tener, sino a ser. Un lugar alejado de la falsa brevedad. La lentitud, como sostiene el protagonista de la novela, está siendo acosada por todas partes. Hacemos más cosas a lo largo del día que nunca, pero para qué, con qué sentido, a qué viene esa existencia acumulativa. La literatura permite ser y renunciar, si así lo queremos, a lo accesorio. Ayuda a pensar, a ir más despacio. Aunque, con toda probabilidad, igual estoy equivocado.

-¿Algún cuadro representaría bien su novela?

"La cruz suprematista en blanco" de Malevich. Es un cuadro que tiene mucho que ver con el final de la novela.

-Dejó un buen trabajo por la literatura. ¿Recuerda el momento exacto en que lo decidió?

-Perfectamente. Pero no estoy de acuerdo en que fuera un buen trabajo, era un trabajo rentable. Era jefe de obra para una cadena de hoteles. La idea de cambiar de vida me rondaba desde hacía años. Había ganado algunos certámenes, pero no terminaba de confiar en mis posibilidades. Un día, mientras estábamos comiendo me llamó Luis Mateo Díez y Luis Landero, a los que les estoy muy agradecido. Había ganado el primer premio en el concurso Hucha de Oro. Por aquel entonces el premio era de 30.000 euros, nada menos. Me dije que con ese dinero podía vivir durante un tiempo y demostrarme si era capaz. Ahora me pregunto por qué tardé tanto en decidirme. A Landero, que es compañero de editorial, le hace gracia cuando se lo cuento.

-¿Su siguiente proyecto será igual de ambicioso?

-No te lo puedo decir. Pero si algo toma forma y se va concretando, ten por seguro que lo intentaré.