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Oviedo, una ciudad en la máquina del tiempo de los virus

El primer sábado de estado de alarma parecía Año Nuevo, con Gascona sin parroquianos y con desinfectante, Uría vacía y el Naranco como último refugio

Una pareja, al mediodía de ayer, en la cima del Naranco. IRMA COLLÍN

Solo los que están acostumbrados a vivir con otros miedos parecen vivir al margen del estado de sitio provocado por la pandemia. Ayer a la una de la tarde, sin más negocios abiertos que alguna pastelería, farmacias, parafarmacias, una óptica y los quioscos, la calle Uría era un desierto de tan pocos vecinos con bolsas y prisa que la vista permitía detenerse en los únicos a los que la prevención ante el coronavirus no había desalojado, los mendigos.

A esa hora, Miguel rasgueaba flamenco a la sombra del pórtico de entrada a una de las tiendas del centro cerradas, apoyado, codo con codo, en Noemí, su compañera. En el suelo, la funda con unos pocos euros. No, no es buen día, poca gente, todo esto? Da miedo, ¿eh?- casi preguntaba al enterarse de que una conocida estaba a punto de coger un tren para Madrid.

La escena, con variantes, se repetía por toda la ciudad. Nadie en la Paloma, nadie de vermú, nadie en Gascona. Muchos, sí, en los Mercadonas, tratando de mantener la calma con las colas pero perdiendo los nervios cuando un reponedor rellenaba la estantería de los geles desinfectantes a las nueve y cinco de la mañana en General Elorza y casi hubo muertos. De no ser por esas escenas, repetidas en otras sedes que la cadena valenciana de supermercados tiene en la ciudad, este 14 de marzo al mediodía hubiera parecido uno de enero a las tres de la tarde o cualquier domingo de principios de agosto a la hora de la siesta de cuando en Oviedo no quedaba nadie en verano. Esa sensación de máquina del tiempo se podía olfatear por Llamaquique, un barrio de bloques levantados con modelos cooperativistas que dejaron amplias zonas comunes, ahora pendientes de alquilar y ayer otra vez aprovechadas en juegos infantiles, como era habitual hace más de cuarenta años.

El tiempo de un ocio que no se consume en terraza y se disfruta a sorbos en casa, porque tiene que durar, recupera otros formas de estar en la ciudad. Con las calles vacías, los que aprovechan para bajar parece que disfrutan más. Y como el tiempo acompañó, pese a su condición de población vulnerable, hubo más abuelitos al sol que otra cosa en un paseo del bombé sin niños, chirimbolos ni patinetes eléctricos. También por la Losa. "A ver si por la tarde salimos otra vez", explicaba una vecina de Milicias Nacionales a dos amigas. "Pero como ahora, paseamos juntas pero a distancia". Menos suerte tenía una cuarta, con la salud algo tocada, obligada a quedarse en casa. "Estás solina, pero es que estás malina, luego te llevo el periódico", le decían el resto por el telefonillo.

El periódico. Los quioscos tampoco cierran. Hace falta estar informado, son muchas horas en casa para leer y en cualquier hogar el papel de la prensa siempre fue multiusos. Rosi (Rosa García Busto) seguía al frente de su puesto en el Fontán, con el tenderete recogido porque así se lo mandó la policía. En más de sesenta años, nunca vio algo parecido. "Esto de que una enfermedad nos obligue a parar todo... No sé yo este 'microbus' o como lo llamemos adónde nos va a llevar". "Dame LA NUEVA, que hoy no la voy a leer en ningún bar", le soltaba uno. Y Rosi seguía despachando, a los vecinos que se animaron a bajar (muchos menos que un sábado de Fontán) y algunos que viven fuera y han venido a pasar la cuarentena a Asturias, ansiosos por pertrecharse de revistas y periódicos.

A pocos metros, otro clásico del Antiguo, La Favorita, era uno de esos establecimientos de alimentación que ha desarrollado su propio sistema de dosificación de clientes. "Como medida de protección ante el coronavirus, máximo tres clientes dentro del local", en mayúsculas y bajo una señal de STOP. No eran los únicos. El Bollu, en Valentín Masip, también había dividido en cuadrantes el suelo de la panadería para limitar el acceso y atender con metros de separación suficiente a prueba de contagios a sus clientes.

Esa zona de Oviedo también te devolvía al tiempo de las bolas de paja rodando por la calle. La plaza de Pedro Miñor, tan bulliciosa con el ocio sabatino, era otro erial en la Ería. Bancos sin vecinos, terrazas desarmadas, verjas echadas. Nada que hacer salvo la compra. La primera necesidad de la alimentación, al menos ayer, todavía ofrecía algunos resquicios por donde se iban colando otras variantes del ocio casi clandestino. Se vieron panaderías y pastelerías que dejaron tomarse algún café en las mesas dispuestas para ello o perfumerías abiertas con el pretexto de ofrecer algún tipo de material parecido al de las parafarmacias.

Los escaparates sí se podían ver, con la tranquilidad de tener la calle para uno solo y con broma macabra que describían los rótulos de algunas tiendas anunciando las últimas rebajas: Remate Final.

Lo que sucedía en Oviedo ayer al mediodía iba por dentro, y era más fácil identificarlo por las ausencias. La calle que nunca duerme, el centro neurálgico del turismo gastronómico en Asturias, Gascona, el bulevar de la sidra, ofrecía el panorama desolador de una distopía sin chigres ni sidra. De nuevo algún pequeño negocio de alimentación con capacidad para servir dos vinos y un café hacía la vista gorda con cuatro amigas. Pero los grandes de la calle permanecían cerrados o aprovechaban el tiempo para limpiar, hacer inventario y fumigar. Neveras abiertas, terrazas desmontadas y manguerazos. Los camareros con guantes. Lejía y desinfectante. Los propietarios de los negocios maldicen lo que se les viene encima. "No me digas, no me digas, y ye más gorda de lo que pensamos, bastante más gorda, ya verás".

El ecosistema del casco viejo que se prolonga desde allí sigue un esquema parecido. En El Ovetense, cuatro cubos de la basura en lugar de la terraza y las pandillas de amigos resumen la suspensión del estado normal de las cosas de la ciudad. Desde la plaza de la Catedral, una plaza sin turistas, sin guías, la versión del tango "Por una cabeza" de Gardel para trompeta y bases programadas que ejecuta el músico callejero de todos los días parece hoy aún más triste que de costumbre al rebotar contra la piedra de los palacios de Porlier.

Los repartidores de comida a domicilio tampoco han dejado las calles. Son el último eslabón del nuevo ecosistema de confinamiento y ayer daba la impresión de que trabajaban a tres turnos, o que sin nadie de paseo las mochilas de colores destacaban más. Sin recurrir a los de la bici, en el centro de la ciudad una pareja bajaba al restaurante de postín y, a falta de mesa y mantel, salía por la puerta con las bolsas del menú metido en los túper.

La clandestinidad en que parecían moverse algunos negocios y sus clientes, al borde de lo que puede ser considerado alimentación o necesidad, contrastaba con la otra cara de Oviedo. Dijo una vez el director de cine Tom Fernández que el Naranco es ese monte al que los ovetenses suben para tomar distancia ante sus problemas, para contemplarlos en perspectiva. La cuesta de Oviedo, también como en las mañanas de los buenos propósitos para los próximos doce meses, fue un lugar de peregrinación nada masiva pero frecuente. Es verdad que ayer la gente mantenía las distancias. Y que en la cima del monte la dispersión de las mesas favorecía el alejamiento social. Pero allí arriba, como se repetía también en los bancos de la Losa o frente al estanque de los Patos, pegados a la estatua de Mafalda, las parejas, alejadas de otras, sí, se abrazaban mucho entre ellas bajo el sol, tratando, quizá, de retener ese instante en su memoria con todo el temor y la belleza que tienen los últimos días del invierno cuando todavía vienen buenos.

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