Ana alzó la copa como si pesara demasiado para sus fuerzas.

Ana acercó los labios al borde ya tatuado de carmín como si temiera cortarse.

Ana saboreó el vino como si esperase encontrar veneno.

Ana dejó la copa como si quemara.

"¿Te gusta?", preguntó Pedro.

Pedro sólo había pedido agua. Con gas. Pedro estaba amarrado a una gripe y los antibióticos le prohibían la buena uva. Así que se prodigaba con la mala. Pedro odiaba prohibirse placeres y seguro que deseaba escuchar de los labios de su pareja un "no, demasiado afrutado".

Pero Ana le conocía demasiado bien para concederle el derecho al mal gusto ajeno y pasó una lengua de carmín por sus labios afrutados.

"Delicioso, mi amor", mintió por partida doble.

"Me alegro", se sumó él al banquete de embustes.

"¿Los señores han decidido ya?", preguntó el maitre lanzando su sombra alargada y flaca por la mesa iluminada por una lámpara de color zanahoria.

A Ana le sentaba muy bien ese color. Realzaba su piel dorada, congeniaba con su cabello dorado y sacaba el máximo partido a su vestido dorado.

"Dorada ensimismada al horno", pidió él.

"Ensalada cromática de mar embravecido", dijo ella, "no, mejor el jardín con gambas de medianoche".

"Excelente elección", valoró el maitre sin inmutarse antes de retirar las cartas.

Ana aprovechó su ausencia para coger el tenedor de pescado y arañar el mantel de lino. Dibujó una cruz. O una espada.

"Odio estos restaurantes en los que hay que recitar poesía para pedir un plato", se quejó él tamborileando con los dedos sobre el mantel de lino.

"A mí me encantan", discrepó ella, "sobre todo porque me recuerdan lo mucho que te molestan".

Pedro sonrió. Ana no esperaba esa reacción y frunció el ceño. Levemente. Pedro solía torcer el gesto cuando ella le lanzaba un dardo verbal. Nunca sonreía al sentirse atacado. Dejó pasar unos minutos estratégicos antes de volver a hablar.

"Este restaurante tiene algo especial que me compensa", dijo.

Ana dejó ambas manos sobre la mesa y él estiró la diestra para posarla sobre la de ella.

"¿Vas a robar los jabones del baño como siempre?", preguntó ella. Y quiso retirar la mano pero él lo impidió.

"No", dijo él, "disfrutaré con tu cara cuando veas a tu entrañable ex amante sirviéndote gambas de medianoche con su mejor sonrisa. Es un excelente camarero, atento, rápido y comprensivo. Cuando lo vi el otro día que vine a cenar con Armando me llevé una grata sorpresa".

Ana enrojeció.

"No te atreverás a...", rogó.

Detrás de ella, unos pasos de ritmo familiar la hicieron palidecer.