Gustavo tembló al ver que Paloma pedía a la dependienta de la joyería que le enseñara un brazalete cebado por un diamante grande como un garbanzo. Se lo puso y se miró al espejo con una sonrisa depredadora.

"¿Cómo se llamaba esta vez?", preguntó.

Gustavo se alisó el chaleco.

"Rocío", respondió.

"¿Rubia como Maite o morena como Julia?", preguntó ella.

"Pelirroja como tú", respondió él.

La información agradó a Paloma y su sonrisa se hizo más sarcástica.

"Cuidado", dijo, "si buscas mujeres parecidas a mí tal vez pierdas el gusto por lo diferente".

"Tranquila", puntualizó él, "sólo se parece a ti en el pelo. Es joven, divertida, cariñosa y disfruta de...".

Paloma se dio la vuelta y le fulminó con la mirada.

"Sigue insultándome", dijo, "y en lugar de esta brazalete me llevo ese collar".

Y señaló con el mentón una vitrina donde brillaban piedras preciosas de precio emboscado. Gustavo se impacientó.

"Si llegamos al acuerdo de poner precio a mis infidelidades", recordó, "fue con la condición de no convertirlo en un chantaje".

Paloma soltó una de sus cortas y cortantes risas de contraataque:

"Puesto que pongo precio a mis perdones, también tengo derecho a controlar el mercado. Puedes acostarte con todas las mujeres que quieras y este matrimonio de conveniencia mutua no se resentirá por ello, pero ni te atrevas a intentar humillarme con cada nueva conquista. ¿O debo decir con cada nuevo alquiler".

Gustavo levantó la cabeza con la altivez con la que solía sellar sus derrotas.

"De acuerdo, perdona", dijo.

Paloma se quitó el brazalete y lo dejó sobre el mostrador. La dependienta se acercó al instante.

"Me lo llevo", dijo.

"¿Se lo envuelvo para regalo?", preguntó la dependienta.

Paloma miró a su marido y sonrió con dulzura. «

"No", dijo, "mi marido reserva los regalos para sus amantes. Yo sólo ajusto cuentas pendientes".

La dependienta no se inmutó. Se limitó a mirar a Gustavo. A los ojos. Un rayo de sol otoñal incendiaba su hermosa cabellera pelirroja.