Cuando el mundo se enteró de que Rock Hudson tenía los días contados por culpa del sida, el pasmo se extendió como una mancha de aceite. El hombre que durante décadas había representado la virilidad en cine o televisión desvelaba, a su pesar, una homosexualidad que sólo los entendidos de Hollywood conocían. Eran otros tiempos mucho más oscuros y represores.

Hudson no era un gran actor, pero tuvo grandes momentos que le permiten convivir en la posteridad con películas inmarchitables. Douglas Sirk le estrujó hasta la última gota en melodramas que lograban, a fuerza de talento y desmesura, sublimar un material de desecho. Obsesión, Sólo el cielo lo sabe o, especialmente, Escrito sobre el viento demostraban que Hudson, bien guiado, podía sobrevivir a todo tipo de emboscadas y mejorar sus insípidos inicios en películas de aventuras o westerns que, en su mayoría, pillaban en momentos bajos a gigantes de la talla de Walsh, el propio Sirk o Boetticher. En Gigante, Hudson consiguió contra todo pronóstico su mejor trabajo, a pesar de que en la parte final tenía que soportar una peluca canosa un pelín ridícula. La muerte de James Dean antes de concluir el rodaje lo vistió todo de luto.

Pero se entendió bien con Liz Taylor y entre ambos se generó una química especial que hizo memorables varias escenas. Fue su momento de mayor gloria inteipretativa. Sirk volvió a confiar en él en Angeles sin alas, notable melodrama donde ganaba el pulso al personaje más complejo de su vida. El futuro se presentaba halagüeño, pero Hudson cambió de rumbo y en lugar de aceptar más desáfíos, optó por la comodidad de la comeda blanca y melosa que le emparejó a Doris Day, con títulos estimables como Pijama para dos o Confidencias a medianoche.

Tras imitar con resultados poco convincentes a Cary Grant en Su juego favorito ( Howard Hawks revisitando sin tanta gracia su La fiera de mi niña), Hudson dio bandazos sin saber muy bien hacia dónde dirigirse, con exitazos en televisión (Mc Millan y esposa: el bigote más grande de la historia) y trayectoria confusa en el cine: superproducciones pelmazas como Estación Polar Cebra, westens apolillados como Los indestructibles (al lado de otro despistado, John Wayne), musicales románticos destrozados en taquilla aunque con detalles interesantes (Darling' Lili) o disparates de terror (Embryo), de catástrofes (Avalancha) y eróticos (Querido profesor: la peor película de su carrera). Solo propuestas más serias como El último atardecer o Camino de la jungla le exigieron algo más como actor, y en ambas cumplió con creces.

Su final en la gran pantalla fue diminuto: Embajador en Oriente Medio, en la que paseaba su declive en compañía de Robert Mitchum con cara de pasar de todo y contando los días para recoger la paga.