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Solo en casa

La calle ha envejecido mucho últimamente, por Javier Cuervo

El trabajo público se ha vuelto chocante, se impone el amparo de las mamparas y la poca gente que sale es mayor

La calle ha envejecido mucho últimamente, por Javier Cuervo

Once días después de empezar el confinamiento, el mundo de ayer se ha vuelto remoto. Volví a la calle, como cuando el parón era la noticia. El aire estaba rico, y el silencio, cómodo. Al sol de la mañana, los tres hombres de las obras del patio componían un cuadro habanero. El trabajo en público se ha vuelto una actividad chocante.

En el súper hay segurata a la puerta y cola en la acera. El interior de los bares sigue patas arriba, las terrazas tienen más cadenas que una mazmorra y en las puertas de las tiendas cuelgan carteles de actuaciones que nunca llegaron a celebrarse.

En la farmacia se lee que esta pandemia se va a superar con ánimo. El ánimo se despacha sin receta y hace falta cuando no hay mascarillas, ni guantes de prevención ni remedios para el mal. Un ático optimista asegura que todo irá bien. Hay que creer a los áticos, porque han llegado muy arriba.

Un empleado de la limpieza pasa Sanytol a la boca de la papelera y su gesto recuerda el de untarse manteca de cacao en los labios. No hay plazas donde aparcar, ni tráfico, algún turismo y furgonetas de reparto.

Hay dos edificios cercanos en rehabilitación. Hay peticiones serias para que se detengan todas las obras salvo las que impliquen peligro de derrumbe y poco más. En una casa están levantando el andamio; en la otra trabajan desde la estructura, debajo de una cortina de protección. Pienso en el doble confinamiento de esos vecinos, cerrados en casa y con la casa enjaulada. En el andamio, los obreros parecen el canario del columpio. Un canario canta algo africano.

En el Fontán no se han puesto los ambulantes. Sigue la cola para entrar al Mercadona, como el primer día, aunque no parecen ser los mismos. El mercado sigue abierto. Todos los puestos, todos los días. No hay más de un cliente por mostrador. Ideal. Se respeta la distancia social de manera natural, sin rayas de CSI en el suelo ni advertencias enmascaradas. Voy a "Tito" a por un pez fresco, para despedirme de algún segundo plato. Suspenderán la pesca de bajura porque los marineros no pueden respetar la distancia en las embarcaciones.

Hacía días que Rosita no desplegaba la cola de pavo real de su kiosco. Ella, que es la última en marcharse, se fue el lunes a la una, cansada de que no hubiera gente. No ha vuelto. La Favorita ha perdido los clientes que aprovechaban su trabajo en el centro para comprar. Unos días sobra pan; otros, llega un hombre y se lleva seis hogazas de kilo. Como en otros negocios, han encastillado el mostrador tras cajas de cartón que embalan distancia.

Cada vez se ve más gente enguantada y enmascarillada o enmascaradilla, no sé cómo se dice y embozos raros: jerséis de cuello alto subidos hasta la nariz, fulares que se desbocan, pañuelos como pañales. En el motín de Esquilache del coronavirus lo último son las viseras protectoras, de soldador sin chispa, que dejan el rostro como expuesto en un escaparate con cristales curvos de los cincuenta. Se le veo a una mujer que parece una Vespa clásica.

Son las mamparas personales.

Esta semana los tenderos y cajeras se han puesto al amparo del virus con mamparas de metacrilato.

Nicolás Martín, en La Palma, vende algún libro más conforme avanza el confinamiento. Está cansado de reñir viejos.

-Son los que más salen. La pandemia no va con ellos.

No hay niños, no hay adolescentes, no hay jóvenes. Son los principales sospechosos de contagio y están cumpliendo su parte, moviéndose por espacios virtuales, asomados a las ventanas electrónicas. Los padres los protegen de la sospecha. No quieren que les reprochen que sean menos vulnerables al virus, que puedan ser asintomáticos, que les afeen la salud. Las generaciones se miran de reojo en esta pandemia.

"Cómo no voy a salir con el buen día que hace", le dijo una anciana a Nicolás. "Toy jubilada, hago lo que me sale de los güevos", le replicó otra.

Antes del cierre de colegios, las frases eran "mi suegra con asma y mi suegro del corazón y yo con los niños en casa". En los últimos días he oído más "no puedo con mi madre, que lleva tres infartos y sale todos los días". "¿Quedas a comer?", le dijo la madre a su hija, con guantes y precauciones, que le lleva la compra para que no salga. Algunos no lo entienden. Probablemente no flaquee el encierro general de los ancianos, pero es seguro que aumenta el celo sobre los que lo incumplen.

Un conocido en la cola de una frutería.

-¿Qué tal estáis por casa?

-Bien. Confinados. Mis padres clausurados al fondo de la casa. Y yo, hasta los cojones.

A esa velocidad, en 11 días más estará hasta las narices. El límite es la coronilla.

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