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Grado, un búnker en el epicentro del coronavirus

"Se mueren en soledad, entre cuatro paredes, llamándonos a voces", lamentan familiares de fallecidos en la residencia de ancianos de una localidad sumida en el pavor a los contagios

Mensajes de apoyo en las ventanas de los edificios de Grado para el personal y los enfermos de la residencia de ancianos. M. L.

Ley del silencio en Grado. En la residencia de ancianos de la villa, la más afectada de toda Asturias por los contagios de coronavirus, con siete fallecidos y más de setenta computados como infectados, la información de lo que sucede puertas adentro está blindada. Ni algunos de los trabajadores no sanitarios del centro saben en qué situación concreta se encuentra cada residente. Están aislados en sus habitaciones. Es lo que procede. Nadie lo discute. El personal no quiere hablar. Tampoco debe. Es lo correcto. Las familias de los muertos están desoladas. Prefieren no compartir el dolor. Pero, a veces, no es posible contener la impotencia. Y la rabia brota. "Murió en soledad, entre cuatro paredes. Sabemos que algunos días nos llamaba a voces desde el cuarto", cuenta, con la voz quebrada, la hija de uno de los difuntos.

Quiere preservar a su familia. Hay que respetar la intimidad de los vivos y de los que ya no lo están, dice, con razón. El fallecido era uno de sus progenitores. El otro, con cerca de 90 años, permanece en su domicilio. También solo. "Que ni a darle un abrazo he podido ir. Le dejo la compra fuera, a la puerta. Abre y me dice: adiós, hija. Me cae el alma a los pies. Desde el día 12 que no pudo ver a la persona con la que ha vivido casi toda su vida, porque ya ese día se cerró la residencia. Fue la última vez que se vieron. Que lo entiendo, que si hay que tomar medidas, se toman. Pero que nadie te ponga a tu familiar al teléfono, ni una carta, ni nada... Allí estuvo entre cuatro paredes, en soledad, hasta el día que murió", cuenta esta mujer, que incide en que "cuando esto se supere habrá que hablar de lo que pasó y alguien lo tendrá que explicar".

A día de hoy no lo entiende. Desde que estalló la crisis, se puede llamar a la residencia en horario de diez y media de la mañana a doce del mediodía para que el personal informe a cada familiar de cómo está el residente por el que se pregunta. En los días previos a la muerte, el teléfono devuelve buenas noticias. "No está entre los afectados, la primera prueba es negativa. Contentísimos. Si todo está bien es que vamos tirando. Un día más. El propio día que muere llamamos a las once de la mañana. Está bien, no hay nada en su informe", cuenta su hija. A las dos y cuarto de la tarde empiezan a cambiar las cosas. Que le van a llevar para Oviedo, le dice otro familiar vía telefónica. No llega a ir. El médico le ha visto dos veces. La segunda ya no responde a ningún estímulo. Sobre las tres menos veinte, le aplican sedación, según el relato de los allegados. A las cuatro de la tarde había fallecido.

Las apenas dos horas en las que todo se torció fueron de una angustia indescriptible. "Me dicen que hubo cambios, que ahora sí hay un positivo, que si fue todo de repente... Lo digo y lo vuelvo a repetir: yo no tengo nada en contra de nadie y habrán hecho lo habido y por haber. Lo que no me cabe en la cabeza es que una persona esté bien a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde esté muerta. Por Dios, pero qué es lo que estamos viviendo. Un infierno, una pesadilla o qué es esto? Que alguien me lo explique, yo no lo entiendo". Y sin haberse podido hablar desde el 12 de marzo. Ni verse. Ni enviarle una palabra de cariño. Ni siquiera acompañar los restos mortales. El cadáver lo recoge la funeraria en la residencia. Va directo al crematorio, el mismo día del fallecimiento. Le devolverán las cenizas. Aún no las tiene. "A veces pienso que lo estoy soñando y me despertaré", añade.

En los alrededores de la residencia de Grado el escenario es el de un hospital de campaña de una guerra. Hay miembros del Ejército en la zona. De hecho, el centro está medicalizado, funciona como un equipamiento sanitario. Nadie accede a su perímetro, solo quien está autorizado. Y nadie tiene permiso para hablar. Los trabajadores no responden al teléfono. Ni aunque lo intente un conocido descuelgan. "No llaméis, sabéis que no se va a contar nada", dicen vía Whatsapp. La confidencialidad es estricta. El estado de alerta impone la muerte en el anonimato. Ni velatorios ni despedidas. Muchos vecinos ni siquiera saben quiénes son los fallecidos. No hay esquelas en los tablones que perviven en las calles de los pueblos, donde se clavan los partes de los decesos y se informa de los sepelios. "El funeral se celebrará una vez pasada la crisis sanitaria", puede leerse en las que sí están accesibles en la web del tanatorio local. Las ceremonias del último adiós quedan para un futuro aún sin fecha fija.

Mensajes en las ventanas

En la villa hay miedo. Mucho. Hijos que hacen la compra a sus padres mayores para que no salgan. Cuando llega a los domicilios, se desinfectan hasta los envases. "Me traen las medicinas y lo del súper. Paso una bayeta con agua y lejía a todo, a las cajas, las latas, los bricks. Nadie sabe quién lo ha tocado", cuenta una vecina.

Hay gente encerrada a cal y canto. "Hay pánico a salir a la calle, el foco preocupa mucho, por los mayores, por todos los trabajadores de la residencia que están allí dando la batalla y también porque la gente tiene a miedo a contagiarse al tenerlo tan cerca", comenta una mujer, recluida en casa con su hija, "con una cuarentena estricta".

Hay mensajes de apoyo en las ventanas para quienes lo están pasando muy mal en el geriátrico. "En casa no paramos de pensar en ellos, es dramático lo que viven ahí dentro, y las familias, sin poder despedirse. Terrible. Son nuestros vecinos, amigos, la gente del pueblo", explica un hombre. Y familiares que, desde la distancia, sufren porque sus mayores están solos en la villa. "Es desesperante. No quiero que mi padre salga, pero tiene que comer y los pedidos online están colapsados. Se requiere un servicio para llevarles la compra lo antes posible, han pasado ya dos semanas y no pueden salir porque sería poner en riesgo su vida", señala una mujer de Madrid con su padre en Grado.

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