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Crónica vírica

Vivi y Martín contra el delator interior

Una mujer de Las Campas hace un cartel indicando el trastorno de su hijo para poder salir con él sin que la insulten

Vivi López-Castro, ayer, en Las Campas, con la pancarta, junto a su hijo Martín. MIKI LÓPEZ

Cuando el confinamiento entra por la puerta, el delator sale por la ventana. Esta primavera en los balcones, en la que florecen aplausos, música y cacerolas, alimenta también las bajas pasiones y engorda al chivato interior, ese monstruo que uno puede llevar dentro, asintomático, pero que se crece en la dispersión y solidaridad chunga de la masa enfurecida. Ya se han descrito varios casos. Hace tres días, un vecino de Las Campas, en Oviedo, estaba a la ventana cuando vio pasar a una mujer con un niño pequeño y el alien delator le salió por la boca y empezó a gritar: "¡Señora! ¿Qué pasa, que no sabe que tiene que estar en casa? ¡Que hay gente muriendo!". Pero entonces sucedió algo inesperado. Aquella mujer, allí abajo, con aquel niño pequeño, recriminada y señalada por el vecindario, se dio la vuelta, abrió la chaqueta, desplegó un cartón de metro y medio que llevaba doblado dentro y el chivato de ventana empezó a hacerse tan pequeño que desapareció por completo; y en su lugar, un chico avergonzado levantaba las manos y pedía perdón a aquella mujer que, allí abajo, mostraba con enfado y hartazgo su pancarta: "EL NIÑO ES AUTISTA".

Esta historia, en realidad, tendría que ser otra. La de cómo Vivi López-Castro y su hijo Martín, de tres años y cinco meses, diagnosticado TEA desde octubre de hace dos años, lidian con el confinamiento. Cómo un niño que necesita una estricta rutina diaria se las apaña ahora que no puede ir al colegio ni bajar al parque. Cómo un crío con trastorno de conducta, que no habla, que no tolera los ruidos fuertes, sigue adelante sin las consultas de sus especialistas. Antes del coronavirus (A.C.) Martín, hijo único, y Vivi, madre soltera, se levantaban todos los días a mirar la agenda donde indica, en pictogramas, todo lo que habrá que hacer durante el día, empezando por ir al baño y acabando por irse a dormir. En medio, un dibujo para ir al colegio, otro para lavarse las manos al llegar a casa, para hacer un pis, para comer, para la siesta. Esa es su rutina, solo alterada por los momentos en que Martín quiere algo y su madre tiene que interpretarlo. Si llega a la cocina y se pone cerca de la mesa, es que quiere comer, por ejemplo. Otras veces quiere hablar, y lo hace a su manera, sin que se le entienda nada, y se frustra, y le da un ataque de ansiedad y la crisis puede durar veinte minutos o tres horas. Así que cuando llegó el coronavirus (D.C.) lo primero que hicieron madre e hijo fue quedarse en su piso de 60 metros cuadrados de Las Campas. Durante seis días. Un encierro solo quebrantado por esas veces que Vivi le dijo "vamos a ayudar a mamá", y con la excusa de llevar algo al trastero por lo menos salían más allá de la puerta. Al sexto día las pequeñas escapadas a guardar trastos ya no eran suficiente, y Vivi y Martín bajaron al garaje y jugaron un rato allí. Debió de ser ese día, el miércoles 18 de marzo, cuando la modificación del estado de alarma incluyó la posibilidad de salir a la calle acompañando a menores con discapacidad. Así que Vivi se hizo una carpeta con toda la documentación de Martín y con el BOE de las correcciones al real decreto y bajó a la plaza que en Las Campas llaman La Araña, donde solo hay bancos y prao, porque Martín el distanciamiento social ya lo lleva incorporado. No se relaciona. Era la hora de comer, y no llevaban ni diez minutos cuando desde una ventana una vecina empezó a recriminarle que estuviera allí con su hijo. Gritos e insultos a los que se fueron sumando otros desde otras ventanas. Vivi intentó decir, sin gritar mucho para no asustar a Martín, que su hijo tenía un diagnóstico de autismo, pero nadie la escuchó. El grito de "hija de puta, inconsciente, ojalá te contagies y os muráis" acabó por obligarla a coger a Martín en cuello y salir de allí corriendo. Dos horas de llanto más tarde, en casa, Martín se quedó dormido de puro cansancio.

Al día siguiente volvieron a salir. Esta vez a las siete de la tarde. De nuevo volvieron los reproches, con menos intensidad, aunque una de las voces, una chica, sanitaria, le echó en cara que "los profesionales tuvieran que pasar toda la noche de guardia en el HUCA por culpa de gente como ella". De nuevo Vivi intentó explicarse, pero tampoco lo logró. Fue su hermana, abogada, la que le sugirió enseñar un cartel, pese al precio de "etiquetar al peque" en el barrio. Y así fue como Vivi y Martín derrotaron al alien chivato y como luego el rumor de aquel chico que tuvo que pedir perdón fue apagando a otros "policías del visillo", como dice ella; y ese mismo día, antes de entrar al portal, no solo nadie salió a decirle nada, sino que coincidió el momento de los aplausos y la música de las ocho de la tarde, y Martín se tiró al suelo y empezó a chillar por el ruido y alguien mandó callar. "Silencio, que le molesta al niño". Más vecinos le pidieron perdón en días sucesivos. Costó, pero Las Campas había encontrado la vacuna para hacer frente al delator interior.

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