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Crisis del coronavirus

"Tratamos de que el virus no nos arrebate también la humanidad": así se vive en los geriátricos la lucha contra el COVID-19

El personal de geriátricos relata la dureza de la muerte en soledad, de la tristeza por la incomunicación y la prohibición del afecto

Labores de desinfección en la residencia de Grado. | IRMA COLLÍN

Treinta y cinco muertes en las residencias de ancianos. Casi la mitad de todas las registradas en Asturias por COVID-19. La batalla contra esta peste del siglo XXI se libra en los hospitales, pero el combate tiene igual crudeza en los geriátricos. En algunos el drama superó ya hace tiempo el umbral de la tragedia: en Grado suman ya 17 fallecidos. Puertas adentro hay héroes enfrentando una guerra. Lo son los que intentan sobrevivir a la enfermedad. Lo son sus trabajadores. Los de todos y cada uno de los centros afectados. La asistencia a los mayores no es solo sanitaria. Hace ya muchos días que no hay visitas de familiares. Pero qué difícil atender la soledad cuando los protocolos exigen la distancia física. "Intentamos que al menos el virus no nos arrebate también la humanidad", dice un auxiliar de un establecimiento con un número elevado de contagios, tratando de explicar el desgaste emocional que les produce la imposición del contacto mínimo, las restricciones en el acceso a las habitaciones, no poder llevar con la frecuencia que desearían la palabra de ánimo ni la caricia de afecto.

Porque todos tenemos una madre. Y un padre. "¿Y si fueran los míos?", se pregunta. Piensa en eso cada día, cuando los residentes le llaman y le piden que vaya, que están solos. Y tiene que contestar que no puede. E intenta consolarlos con una charla mínima a través del interfono. Les dice que pronto va a llegar la hora de la merienda y van a poder verse un rato que, en realidad, solo serán los minutos imprescindibles para servir la comida. Entrará a la habitación con el equipo de protección necesario, que "hasta casi nos tapa la cara y poco más que los ojos nos ven". "A veces por el pasillo los oyes llamar a su familia. Los trato como si fueran de la mía, pero se me parte el alma. Llego a casa emocionalmente destrozado. El día que descanso apago el móvil y no veo la tele, porque si no me voy a volver loco", añade.

Las residencias más afectadas, las de Grado y El Villar, en Piedras Blancas, se han medicalizado. Están a cargo del SESPA, que determina la organización interna, cada paso, cada movimiento. Las normas son más que estrictas. Cada vez que el personal entra y sale de una habitación de un anciano que se encuentre aislado ha de cambiar y desechar los equipos de protección. Para acceder se ponen una bata verde, doble guante, mascarilla, gafas y gorro opcional. Dentro hay un cubo azul y fuera otro. En el del interior se deja la bata antes de proceder a la salida. En el del exterior el resto de elementos.

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Geriátrico de Grado

Así una y otra vez. Por cada habitación vestirse y desvestirse. Cada vez un equipo nuevo. La cocina también está ahora bajo control del servicio de salud. La comida se sube hasta las plantas para su entrega a las auxiliares. Primero se sirve a quienes no necesitan ayuda para tomarla, luego a quienes sí reciben apoyo para hacerlo y, por último, a residentes aislados por positivo o por precaución por haber tenido contacto con alguno de ellos. Para los enfermos las bandejas son desechables. Para el resto no.

Con los alimentos entran también las medicaciones. Vienen en unos cajetines, pero estos recipientes tampoco deben acceder a la habitación. La enfermera extrae las pastillas y se las pone en la mano al auxiliar, que es quien pasa adentro en ese momento. A algunos trabajadores la escena, el quehacer diario que se ha vuelto mecánico, ordenado al milímetro, cual si se tratara de una disciplina militar, de un proceso robotizado, les resulta, a veces, propio de una película de ciencia ficción. Pero la realidad más cruda se manifiesta cuando el anciano al que le retiran su bandeja de comida les agarra del brazo para decirles: "No marches, por favor". O "tengo miedo". O "hace mucho que no hablo con mis hijos, ¿dónde están que no vienen?". Y, entonces, entre el personal se repite siempre un pensamiento. Se ponen en la piel del enfermo, de sus familias. "Sales de allí y dices, madre de Dios, si podría ser mi abuela. O mi madre. Y te mueres de pena", relata uno de ellos.

En los geriátricos cuyo mando han asumido las autoridades sanitarias se establecen áreas de infectados y de no infectados. "Zonas limpias y sucias", según los términos con los que la situación se les ha explicado a algunos de los familiares de residentes en ellas. En la de Grado ya se han establecido. En la de Piedras Blancas la aplicación de esta medida también va a ser inmediata: se desinfectará una de las plantas, se esperarán las 72 horas que marcan los protocolos para garantizar la extinción del virus, y quedará reservada solo para los mayores no contagiados o que hayan superado la enfermedad.

La instrucción para todos los trabajadores de estos centros es expeditiva. "Entrar a las habitaciones lo menos posible. No porque puedan contagiarnos a nosotros, sino porque el problema podemos ser los empleados, que salimos al exterior y tratamos con enfermos, y podemos transmitir, sin saberlo, el virus, a los pocos que no lo tengan. No es por nosotros, es por el bien de los residentes", explican.

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Coronavirus en Asturias: La residencia El Villar, en Piedaras Blancas, desinfectada

La vida en los establecimientos con infectados se ha vuelto muy dura. La relación entre los residentes y los trabajadores, algunos con lazos de amistad y cariño tejidos durante años de contacto diario, se ha reducido al mínimo imprescindible. Los auxiliares, el personal más cercano siempre, tiene que mantener la distancias ahora. El estado de alerta prohíbe cualquier muestra de afecto físico. A la hora del aseo, o de las comidas, algunos de los mayores reclaman el beso que antes recibían de sus cuidadores. "Te lo piden y sentimos una impotencia tremenda porque no podemos. Lo pasamos muy mal y nos duele el corazón por no poder besarlos, ni acariciarlos, porque no podemos pasar con ellos todo el tiempo que querríamos. Aunque lo peor son las muertes. El goteo sin final. Ver cómo vienen a buscarlos. A todos los conocemos, por Dios. Nunca he vivido algo tan duro. Solo piensas en qué clase de mundo es este que nos ha tocado vivir", cuenta un trabajador.

En algunas residencias, la información sobre el estado de los residentes se ofrece solo vía telefónica, en un horario determinado, por las direcciones de los centros o por el personal sanitario. No hay contacto directo, una circunstancia que enerva a hijos, nietos, sobrinos y parientes cercanos que se rebelan contra las injusticias que provoca la emergencia sanitaria. No entienden por qué no pueden hablar con ellos. Algunos ven ahora los edificios de los establecimientos como fortalezas inexpugnables, donde la lucha entre la vida y la muerte está bajo control de las autoridades, fuera de la mano de los familiares, que se ven excluidos de cualquier toma de decisiones. Si estás enfermo, quedas exclusivamente a recaudo de lo que dicte la administración. Si no lo estás pero en tu residencia hay un solo caso, tampoco puedes salir. No importa si estás sano y los tuyos quieren llevarte. Ellos ya no deciden. Lo hacen los protocolos. Y es lo correcto, pero no por ello es menos inhumano.

"Y yo entiendo a las familias. Todo el mundo intenta hacerlo todo lo mejor que puede, dar lo mejor, con el dolor por las muertes y por los enfermos, por la tristeza de la incomunicación, pero las normas sanitarias hay que respetarlas, porque si no esto no va a acabar nunca", señala un responsable de uno de los centros con casos, casi el único de entre los afectados del que es posible obtener un testimonio. Está prohibido hablar, por "protección de datos", se excusan muchos de los trabajadores, advertidos de que no lo hagan. Todos están sobrepasados. Y tienen miedo. "Por estar donde estamos, vamos a caer. Lo hablo con mis compañeros: tarde o temprano vamos a ir cayendo, dentro de una semana, de quince días, de un mes? Pero vamos a caer", señala un auxiliar.

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Labores de desinfección en los alrededores de la residencia Santa Teresa, en Oviedo

Algunos mayores sí tienen móviles. "Llaman a sus hijos y lloran con ellos. Y entonces las familias nos llaman a nosotros, porque nos conocen, y nos suplican que vayamos, que están mal de ánimo. Y volvemos a responder que no puedo porque no está permitido, porque los equipos de protección son escasos y solo puedo ponérmelo cuando entro para el aseo diario, las comidas o los cambios de pañales", explica una trabajadora.

El personal presta a veces sus celulares, como también ocurre en los hospitales, para enviar una fotografía o un mensaje de audio. Son iniciativas personales, no exentas de riesgo para sus propios empleos, porque en muchas no están permitido hacerlo. Y también hay direcciones de centros que colaboran en el desarrollo de videollamadas entre familiares. El Principado ha distribuido teléfonos y tecnología con esta finalidad y han llegado a las residencias. Otra cuestión es porque todavía no se usan en algunas, tal y como denuncian algunos familiares.

En los geriátricos la lucha contra la tristeza ya era un quehacer cotidiano con anterioridad a la crisis. Porque, "la vejez a veces es ya la peor enfermedad que existe", dice un trabajador de una residencia, por el momento, sin casos, aunque sometida a los mismos estrictos controles y protocolos para evitar que se produzcan. Ya antes de esta situación ha visto lo estragos de la soledad. Aunque estén atendidos, con visitas, con cariño, con todo tipo de atención, igualmente es duro. Ahora mucho más. Porque hay gente con deterioro cognitivo que no sabe por qué no puede salir. Porque hay mayores a los que, por mucho que se les explique, no entienden por qué no hay visitas.

"Yo intento estar tranquila, pero hay compañeras que están pasándolo muy mal. Hay mayores que no están en plenas facultades y tampoco son muy conscientes de lo que pasa. Casi mejor. Yo soy partidaria de que estén lo más tranquilos posible. Y tratar de estarlo nosotras, pero cuándo hay que cambiar un pañal, que ahora son más veces, porque el coronavirus también produce diarreas, ¿cómo se guarda un metro de distancia? ", explica un auxiliar.

La vocación se abre paso en medio de las tragedias más terribles. "Me gusta mucho mi trabajo y, a veces, les canto. Un cantarín asturianos, de antes, que ellos conocen. Y te devuelven una sonrisa tan grande que sube el ánimo", cuenta otro trabajador de un geriátrico. "Los que están mejor no perdieron el humor. Soy extrovertida y les gasto bromas, que les gusta mucho. Lo único que siempre me daban besos y ahora les digo: mira, vida, no me beses hasta que no marche el bicho, que cualquier día lo vamos a echar y ya verás cuantos abrazos nos damos. Hay un señorín que es muy agradecido, son todos, pero este es un amor, y con estas cosas todavía el probín te pone una cara de risa que a ti también te hace sonreir ", relata otro.

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Labores de desinfección en el residencia de ancianos de El Naranco

Donde las cosas están más complicadas, los residentes demandan atención como pueden. Algunos tiran las cosas al suelo para ver si de ese modo alguien acude fuera del horario establecido o de la cobertura de las necesidades más urgentes. "A veces llaman los hijos, porque la madre les llamó por el móvil para decirles que se le cayó la manta del butacón y no se la recogen. Son personas válidas, con buena movilidad, que la pueden recoger ellas, pero quieren que vayas para charlar. Y tengo que explicar que no puedo ponerme un EPI, malgastar un equipo que hay pocos, aunque suene mal decirlo así, para recoger una manta que puede coger ella. Antes hubiera ido, y le hubiera dado la manta , y la conversación que de verdad es lo que está necesitando. Pero aunque se me parta el alma, ahora no puedo". cuenta un trabajador.

Médicos, enfermeras y auxiliares escuchan siempre las mismas palabras de los residentes. "Estamos solos, no tenemos con quien hablar", oyen a diario, cuando entran a tomar temperaturas, a comprobar saturaciones de oxígeno o a realizar cambios posturales a quienes permancer en cama. Algunos no admiten que están enfermos, porque son asintomáticos y no se encuentran mal. "Es que no entiendo por qué estamos aquí, encerrados. Les explicas. Y lo entienden. Pero al día siguiente vuelven a preguntar", dice personal sanitario.

En medio de la tragedia ni el amor está permitido. En uno de los geriátricos afectados hay un matrimonio: él con demencia, ella no, los dos están infectados. Llevan toda la vida juntos. Y compartiendo habitación cuando llegaron a la residencia. Ahora los han separado. Él no se da cuenta, pero ella pregunta por él a diario. Si ella percibe que se va a hacer la limpieza de habitaciones y que a lo mejor él puede estar cerca de la puerta, se asoma al quicio para ver si, por una casualidad puede verlo, en la distancia. "Algunos hemos llorado presenciando la escena", concluye uno de los trabajadores.

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