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Crisis e incertidumbre

Algunos paralelismos de interés entre el COVID-19 y los peligros alimentarios

Crisis e incertidumbre

Partiendo del eje sociológico que opone tradición y modernidad, no está de más plantearse hoy qué está pasando con la incertidumbre que genera una amenaza, como el coronavirus, que ha trastocado nuestra vida cotidiana y nuestra organización social; y queremos hacerlo desde el conocimiento que nos ofrece el estudio de las crisis alimentarias.

Las comunidades tradicionales resolvían a la incertidumbre guiadas por la fe y la tradición. La incertidumbre era un espacio temido. En la modernidad el futuro se convierte en un territorio a colonizar; por eso la modernidad se puede entender como el gran proceso cultural que produce y gestiona la incertidumbre.

En el ámbito de la alimentación la gestión de la incertidumbre se desarrolló buscando la inocuidad de los productos alimentarios para preservar la salud de los ciudadanos ("food safety") y asegurando el acceso a alimentos saludable ("food security"). Quizás recuerden la que podríamos considerar la primera crisis alimentaria española de nuestro tiempo, la de la colza, en la que un producto fraudulento llega a los hogares españoles provocando centenares de muertos. A partir de ese momento, se produce un gran desarrollo del control sobre los alimentos, regulando ampliamente la venta de productos. La siguiente crisis alimentaria, la conocida como crisis de las vacas locas, en el inicio del siglo XXI, tuvo su origen en el consumo de carne contaminada en un proceso sofisticado de transmisión hacia el ganado y posteriormente hacia los humanos. Y esto supuso un aumento notable de la regulación sobre la cadena de suministro, la creación de nuevas instituciones protectoras de los ciudadanos (la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria) y el refuerzo de los protocolos de crisis. Pero hubo otras diferencias entre ambas: detrás del problema de la colza adulterada había unos empresarios desaprensivos, delincuentes con nombres y apellidos; en la crisis de las vacas locas no se encontraron ni personas culpables, ni actos ilícitos. Esta crisis puso en evidencia que la sociedad se enfrentaba a un nuevo tipo de amenaza, invisible, incontrolable y posiblemente recurrente, como por desgracia se pudo comprobar con posterioridad.

La incertidumbre, en el caso de la alimentación, es consecuencia ineludible del proceso de modernización del propio sistema alimentario, hay que vivir con ella (o morir por ella). El sistema alimentario, creado para proveer a la población mundial de alimentos en un mercado global, está plagado de dudas, de aspectos desconocidos a los que ni los Estados protectores, ni la sofisticada y amplia regulación alimentaria, puede dar respuesta plenamente satisfactoria.

Por un lado, se genera incertidumbre entre los consumidores con la entrada en el mercado de una gran variedad de productos, a extensas y distantes fuentes de producción, con complicados engranajes de cadenas de suministros. Por otro lado, se intenta mitigar la incertidumbre con el aumento de controles sanitarios, la trazabilidad de los productos, la formación e información dirigida a los ciudadanos o la promoción de la investigación. Todo el engranaje descrito suele funcionar con las amenazas previsibles o tangibles (por ejemplo el reciente caso de listeriosis) pero no es tan eficiente en la gestión de las amenazas secundarias o inmateriales, que cuando afloran nos retrotraen a la percepción de riesgo por parte de la población y a la situación de incertidumbre generalizada en la sociedad.

Algo parecido sucede ahora con la amenaza de un virus que se mueve sin control entre nosotros. En esta crisis del coronavirus, como ha sucedido en pasadas crisis alimentarias, el Estado y sus instituciones se convierten en el referente principal de los ciudadanos que se dirigen a las instituciones esperando recibir de los representantes públicos la garantía de que tienen controlada la situación. Ante la situación de alarma, se ha reaccionado institucionalmente, como en las crisis alimentarias, para recomponer la confianza de la ciudadanía, generando protocolos de actuación (estado de alarma, confinamiento), que posiblemente hayan de ser mejorados ante la experiencia y a la vista de los resultados.

Ahora bien, en este caso, ante la magnitud del problema, ha habido una fuerte reacción política y colectiva que ha reforzado los vínculos sociales y materiales, entre ciudadanos, entre instituciones y organizaciones, inimaginables pocas semanas antes, lo que a su vez está ayudando a afrontar la pandemia y a devolver la confianza a la sociedad. Esta no es la tónica general en las crisis alimentarias.

En el caso del coronavirus la gestión se está apoyando en la capacidad del sistema sanitario, mayoritariamente público, para afrontar la epidemia. Pero el sistema sanitario no parece diseñado para la incertidumbre sino para la certeza, como muestra la sólida gestión de la salud y la enfermedad cotidianas. Está preparado para la rutina, pero no para la emergencia, y aún así está teniendo éxito.

Aparentemente el sistema alimentario sí está preparado para las crisis. Contamos con un sistema global muy organizado para que la población tenga los alimentos que necesita en su ciudad, en su barrio, producidos cerca o lejos, distribuidos a través de redes logísticas mundiales o locales. El Estado ejerce una función de regulación y coordinación de agentes principalmente privados (productores, distribuidores, industrias?). Si hay una alarma, los protocolos se activan, tanto los públicos como los privados; se busca el foco del problema y se afronta la solución. Pero las encuestas europeas muestran que tras una crisis alimentaria aumenta la desconfianza en los agentes del sistema (en la industria, en los gobiernos, incluso en los medios de comunicación); a diferencia de lo sucedido en esta crisis sanitaria. En el caso del coronavirus, la confianza ciudadana en el sistema sanitario y los trabajadores que lo sustentan sale reforzada y en las crisis alimentarias aumenta la desconfianza ciudadana hacia el sistema.

Hay un aspecto más a destacar en esta crisis; tanto las instituciones como las empresas y los ciudadanos están respondiendo a la emergencia con responsabilidad aceptando y apoyando las medidas adoptadas por el gobierno ante un problema común (trabajando desde casa, usando mascarillas ofreciendo hoteles y talleres..). En el caso de las crisis alimentarias la solución es, posiblemente, compartida, pero el problema nunca es considerado como algo común. La ciudadanía percibe que la amenaza alimentaria es fruto de la negligencia o la avaricia de alguno de los eslabones de la cadena y por supuesto no se siente partícipe en modo alguno de la solución.

Los ciudadanos de las sociedades modernas nos aferramos a la seguridad institucional cuando hay incertidumbre, no tenemos otra vía para confiar, no recurrimos ni a la tradición ni a la fe, como en las sociedades tradicionales, sino que sustentamos nuestra confianza en la seguridad de la ciencia y en la seguridad del Estado; en instituciones que, como sociedad, hemos contribuido a crear. Los gestores de las crisis alimentarias pueden aprender con esta crisis para fortalecer los vínculos entre los agentes de la cadena alimentaria, que por cierto, en este largo confinamiento, ha sido capaz de mantenerse como una de las pocas rutinas en nuestras vidas.

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