Cuenta Churchill en sus Memorias que en 1895 le cupo el privilegio, siendo un joven oficial, de ser invitado a almorzar con Sir William Harcourt, estadista victoriano de mucha importancia y prosopopeya: había sido Ministro de Hacienda, líder de la oposición y jefe del partido liberal. En esa comida el jovencito Churchill, atrevido como era, le preguntó a Sir William qué iba a pasar. A lo que este contestó pomposamente: "Mi querido Winston, la experiencia de una larga vida me ha convencido de que nunca ocurre nada". Comenta inmediatamente Churchill, "me parece que desde aquel momento no dejaron de ocurrir cosas..., el plácido río por el que, entre ondas y remolinos, íbamos navegando tranquilamente resultaba inconcebiblemente remoto visto desde la catarata por la que nos estábamos precipitando y desde los rápidos contra cuyas turbulencias estábamos luchando en aquel momento". O sea, incursión en la zona de Transvaal en la Nochevieja de 1895 conocida como "Jameson Raid", que precedió y precipitó la Guerra de Sudáfrica en la que Winston luchó, la renuncia y retirada de Lord Salisbury (1902), las furiosas intromisiones de la Cámara de los Lores contra el gobierno (1906), los cambios profundos en los partidos, las dos elecciones generales de 1910, la crisis de Irlanda. Para llegar, al final de ese largo tiovivo cada vez más enloquecido, a la Gran Guerra. La gran matanza. "La catástrofe seminal del s. XX" (George Kennan), un conflicto que marcó el inicio del fin del papel hegemónico de Europa y cuya causa final fue el choque del idealismo descarriado alemán con el escepticismo empírico inglés. Como comenta Churchill, en aquel ambiente cada vez más enrarecido y turbulento, toda ofensa se devolvía con mayor furia, cada oscilación era más violenta, cada riesgo más grave, hasta que ya solo quedaba invocar los sables para enfriar la sangre y las pasiones desatadas. Tampoco los sables lo lograron. Concluye Winston, "fue el final de una época".

La edad de oro de la seguridad

En su precioso libro "El mundo de ayer. Memorias de un europeo", Stefan Zweig describe en el primer capítulo ("El mundo de la seguridad") cómo era el mundo de sus padres, ricos industriales judíos en aquella Viena finisecular. Y comenta: "Fue la edad de oro de la seguridad". Las frases que reproduzco a continuación están tomadas casi literalmente de Zweig. Todo en nuestra milenaria monarquía austriaca parecía basarse en el fundamento de la duración. Había una conmovedora confianza en la imposibilidad de que el destino acabase con aquella realidad que parecía inalterable. Eso, dice, fue una peligrosa arrogancia. La gente creía más en el progreso que en la Biblia. Creían tan poco en una vuelta de la barbarie como en el regreso de las brujas o de los fantasmas. Pero, comenta Zweig citando a Freud, a nuestra cultura y civilización las separa de las terribles fuerzas del infierno solamente una capa muy fina. Y remata: "A quienes aprendimos del horror nos resulta banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano". "Desde el abismo de horror en el que hoy [el libro se escribe en 1942], medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante? Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes". Como el nuestro.

Aquel mundo se rompió en un instante: el 28 de junio de 1914, víspera de la festividad de San Pedro y San Pablo, día radiante de verano con un cielo sedoso y aire sensual. Ese día Zweig está leyendo -sentado en un parque de Baden, cerca de Viena, balneario en el que había pasado varios veranos Beethoven- el libro de Merezhkovski "Tolstoi y Dostoyevski", lectura muy apropiada para el drama que se avecinaba. De pronto, la banda que ameniza la hermosa "matinée" se para en medio de un compás, los músicos abandonan el templete, y la gente se arremolina alrededor de un pasquín. Es el telegrama que anuncia que el heredero del trono, Francisco Fernando de Austria, y su esposa, la Condesa Sofía Chotek de Chotkowa y Wognin con su deslumbrante traje blanco, habían sido asesinados en un atentado en Sarajevo. Faltaban poco más de 30 días para la Gran Guerra, y treinta años más de crisis y convulsiones hasta llegar a la tragedia más grande que hayan visto los siglos, el Nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El mundo de ayer había dejado de existir.

Fin de época

También nosotros nos encontramos, sepámoslo o no, en un final de época: 80 años, en los que, como en el caso de Churchill, "no ha pasado nada" aunque hayan pasado muchísimas cosas: guerras estratégicas y crueles, Caída del Muro, revoluciones culturales, gran salto de prosperidad de medio mundo, dictaduras terribles, totalitarismos, países arrasados, más otros etcéteras. Pero, de alguna manera, las viejas constelaciones que brillaron en nuestra vida han sostenido, mal que bien, ochenta años de estabilidad y seguridad, dentro de lo que cabe en la historia humana. Pero ahora llevamos un tiempo encadenando sucesos que, me parece, vienen cargados de alto significado simbólico y predictivo. Primero, la llamada crisis económica de 2008, que, contra lo que tanto se ha dicho y repetido, no fue propiamente una crisis económica, fue, más bien, lo que Burckhardt denominó crisis histórica, pues cumplió casi todos sus requisitos. Segundo, el famoso Brexit, que viene a ser para nuestra época lo que el Atentado de Sarajevo para el s. XX: síntoma y anuncio de un gran giro o viraje. Tercero, este coronavirus global, señal ya más definitiva de la clara cesura con el pasado o del nuevo rumbo que está emprendiendo el mundo. Hipótesis 1: estamos en el inicio no de un cambio de época, sino de un cambio de era, ante uno de los cambios más grandes que haya visto la historia humana. Tan grande como el paso del Imperio Romano al Cristianismo. Hipótesis 2: somos los primeros testigos del final de la era cristiana de la Historia, estamos en la temprana aurora -un ya sí, aunque todavía no- de lo que podríamos denominar la Poscristiandad, un mundo ya no cristiano y posiblemente tampoco racional, al menos en el sentido del racionalismo occidental moderno. Mundo del que no sabemos nada (por lo que parece, va a estar lleno de robots y de hologramas de nosotros mismos). Salvo una cosa: va a tener poco que ver con los valores cristianos y de la racionalidad occidental que nacieron en aquel paso, también gigantesco, de Roma a la Cristiandad.

Zweig: "Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en Sarajevo que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y educado y que habíamos adoptado como patria". En este 2020 se están quebrando, como si se tratase de un cántaro, los 80 años de cordura en los que hemos vivido. Por seguir con la metáfora, la patria que ha dado cobijo a Occidente. El irracionalismo y una frívola infatuación están apoderándose del mundo. "En los testamentos se estipulaba la forma de proteger a nietos y bisnietos de cualquier pérdida de fortuna, como si los poderes eternos pudieran garantizar la seguridad con un pagaré y, mientras tanto, la gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme". El problema está donde estuvo siempre: que la historia nunca ha sido un animal de compañía. Por más que nos haya gustado creerlo. Nuestro mundo de ayer.