Este reportaje de Marta Villar publicado en La Opinión de A Coruña, del grupo editorial Prensa Ibérica ha sido galardonado con el Premio Tiflos de la ONCE":

Mi madre aprende a dibujar

Le he dado una libreta y un rotulador y le he pedido que dibuje a una persona. Lleva tres minutos mirando al papel y al infinito. Tras días de decenas de rayas horizontales, le digo que haga un círculo, lo traza. Después que pinte dentro dos puntos, otro en medio, una raya recta debajo. Semanas después mi madre ya sabe dibujar personas, es capaz de ir de la petición a la concepción mental y luego a la ejecución. Dibuja personas con muchas líneas rectas y con cuatro brazos, dos que salen del tronco y otros dos a la altura de los carrillos. Tiene muchos rotuladores de colores pero no se le ocurre colorear salvo que le des los lápices y le digas lo que tiene que hacer. Le he pedido que me retrate a mí. Soy la de arriba, a la izquierda. Mi padre dice que un aire, se me da.

Mi madre murió el verano de 2011 al mediodía tras invadir el carril contrario, chocar frontolateralmente con otro coche y rebotar contra el guardarraíl del otro lado. Fue reanimada y voló en helicóptero a Compostela donde estuvo casi un mes en coma hasta que despertó un bebé que no podía dejar de sacudirse ni arrancarse la ropa, que tardó meses en reaprender a hablar y caminar. Sus recuerdos se borraron, su lenguaje se llenó de palabras inventadas u olvidadas y su memoria caduca a los pocos segundos. Quiero una galleta podía repetirlo doscientas veces y para ella siempre era la primera.

Tras dos años de terror doméstico con gritos, insultos y agresiones día y noche de aquel animal salvaje que adquirió una fuerza física descomunal, que nunca tenía sueño, que nunca se cansaba y se consumía de ansiedad, acertamos con el cóctel perfecto de pastillas con las que poder tranquilizarla a ella y sobrevivir nosotros, que anulaba su voluntad y mataba los restos de su personalidad pero que permitía la convivencia en el hogar. El dolor de estar mirando a una madre sentada en el sofá mientras piensas cuánto la echas de menos.

Su cerebro resultó dañado, la sangre quemó neuronas. Vi su sangre y sus cabellos en la esquina del marco superior de la ventana del lado del copiloto cuando fui al taller. El cerebro es un universo que fascina, coge lo que le ha quedado y lo conecta, con lo que tiene hace lo que puede. Y nace otra madre.

Ella no es aquella mujer independiente, tan fuerte que puede con todo, con un carácter famoso en toda a volta que un día la llevó a enfrentarse a dos delincuentes, hacer que huyeran, perseguirlos en el coche, adelantarlos, atravesarse en la carretera para cortarles el paso, abrir la portezuela del conductor, sacar al pobre chico agarrándolo por la pechera con las dos manos y amenazarlo para que no volviese a acercarse a casa. "¡Con lo que tu madre fue!", nos siguen diciendo aún hoy.

Han pasado unos años de aquel mediodía estival que nos trajo unas vidas diferentes que no eran las nuestras, que introdujo en el núcleo familiar una montaña rusa eterna. El cerebro de mi madre sigue inventando palabras pero ya logra recordar cosas si le llaman mucho la atención.

Es capaz de tener una conversación social siempre que sea de menos de diez minutos. Recuerda todos los convencionalismos: hola que tal estás, cuanto tiempo sin verte, estás igual que hace diez años, te veo de maravilla, qué tal la familia... Los que están con ella menos de diez minutos creen que se recuperó totalmente. Pero después de diez minutos su cerebro entra en bucle y vuelve a repetir las frases hechas, las convenciones sociales.

Han pasado unos años y aún se me despierta la esperanza cuando tiene un día bueno, un día en que no quiere escaparse de casa ni freír patatas con el Fairy o limpiar el váter con mi cepillo de dientes, y consigue hilvanar frases coherentes. Pero al día siguiente lo que antes era árbol, casa, perro, comida, flor, todo se vuelve telojén o teloján y no hay diferencia entre la vida, la televisión y los sueños.

Todos los días te autoengañas, transitas del subidón al bajón. También hay cosas felices. Inventa palabras preciosas. Un paso de peatones elevado una vez fue un baticón. Ahora es la primera palabra que me viene a la cabeza si me refiero a ellos.

La familia ha tenido que aprender a conocer a una persona desconocida con una cara conocida. También ha aprendido mucho de ella. Las hijas hemos aprendido a ser más pacientes, a no perder los nervios, a ser más cariñosas, más tolerantes, a pensar diferente, a ver muchos puntos de vista, a perder el pudor al bañar o al cambiar a la madre. He visto con sorpresa y con disgusto que yo no era tan buena persona como pensaba y cuánto, cuánto margen queda por mejorar.

El vínculo entre madre e hija es de lo último que muere. Puede no recordar el nombre pero instintivamente reconoce el vínculo y reacciona a él con un tono de voz diferente. A veces sonríe con aquella sonrisa increíble de Julia Roberts y resucita mi madre y al verlo dejo de respirar. Tienes una segunda madre, pero a la que quieres igual que a la primera. Ella lo que quiere no es dibujar, aunque le digo que practique para ver si luego hace buenos cuadros y los vendemos y nos hacemos ricos.

Mi madre lo que quiere es conducir. Era su pasión antes y lo sigue siendo ahora. No sabe nada del accidente. Y ha tardado muchos años en dejar de merodear durante horas alrededor del coche perfectamente cerrado, intentando entrar. Sacarla de paseo en el coche es lo que más le gusta en el mundo, a falta de poder conducir. No entiende por qué no puede hacerlo. Voy a enseñarle a dibujar coches.