Su origen es una novela gráfica. No tiene influencia en el tono ni en la estética, salvo que se tome como tal la entrada a veces de viñetas que lo recuerdan. A las primeras de cambio si se marcan ciertas distancias. Por ejemplo, que estamos ante una antiheroína impura y madura. Acorde con los tiempos que corren, tiene la lengua amartillada, pone a los machotes en su sitio sin contemplaciones, se toma el sexo muy a la ligera (con hombres o mujeres, toca los dos palos sin problemas) y su condición de ex marine con traumas en la mochila la convierten en un arma bien engrasada (con alcohol cuando las cosas se ponen feas) que puede acabar con cuanto matón se ponga por delante. No sin pagar el precio de unos cuantos moratones, rasguños o cicatrices, porque aquí las peleas duelen y los tiroteos son ariscos.

Baste el inicio para dejar claras unas cuantas cosas: encerrada en un coche con dos villanos más bien tontorrones, se libra de ellos a patadas. Directamente. Un estropicio de carne y metal que sirve como tarjeta de presentación de una aspirante a detective privado con una ética a prueba de bombas en asuntos importantes y más relajada en temas ligeros. De placeres y demás.

Con un hermano pequeño que la necesita (y ella a él, pero de forma distinta) y romances fugaces y tibios que no llegan a nada pero que le proporcionan buenos momentos de roce y goce (desde luego no es una mujer que se deje llevar por sentimentalismos empalagosos, y los hombres que acceden a sus territorios más íntimos tampoco), nuestra antiheroína se las sabe todas, se encama con un policía negro que no sabe a qué atenerse con ella, su mejor amigo es un barman blanco con el que también se encamó (y que sabe de qué pie cojea, y eso que no sabe usar tacones, como es lógico) y tiene un sexto sentido y una vista de lince para desenmascarar farsantes.

Por ejemplo, ese ligón de barra al que deja a cuadros cuando le echa en cara su condición de hombre casado en busca de aventuras. No siempre acierta: debería haberse dado cuenta, por ejemplo, de que ese detective veterano que puede ayudarla a conseguir su licencia no es trigo limpio. Ni mucho menos. "La gente cambia". Y tanto. Acostumbrada a que la machaquen físicamente pero invulnerable a muchos impactos de bala emocional, tiene claras algunas cosas que a otras personales les parecen relevantes: "Las citas son para gente normal".

Y: "No volveré a perder". Porque aunque parezca una perdedora, no lo es. Sabe cuándo vence y cuándo debe administrar una derrota. Y a los hombres les pone tiesos si se creen lo que no es: "Si hacemos esto no es porque me hayas seducido, es porque quiero disfrutar". Como ese radiocasete que pone la música que le da la gana, Stumptown gana la partida en sus momentos inesperados de intríngulis vitales en los que no hay personajes radicalmente malos ni convencionalmente buenos, en las pinceladas cotidianas de una mujer que nunca sabes por dónde va a tirar. Las tramas policíacas son trilladas y tampoco parece que a los guionistas les importe mucho, sobre todo a medida que los capítulos avanzan y espolvorean lugares comunes a tantas series de pesquisas, peleas y choques de coche.

No inventa la pólvora pero no la malgasta ni la moja, y es un placer ver a Cobie Smulders en un papel que la haga justicia tras demasiados años en el banquillo de los desaprovechados.