Suena el despertador. Lo apago sin levantar la cabeza, que parece una bomba de relojería. Pienso en qué día vivo. Vale, son las siete y media de la mañana pero hoy me toca librar. Sí... pero no. Tengo que llevar a los niños al colegio. Intento incorporarme y el cuerpo simplemente no me responde. Me duele cada centímetro. Corrijo: cada milímetro. La cabeza parece haber iniciado su propia cuenta atrás para la ignición pero, en un escáner rápido, creo que tengo doloridas hasta las pestañas. No soy capaz. No me tengo en pie. ¿Qué narices me pasa?

Recuerdo que ayer por la tarde me encontré mal. Cerré el ordenador y me dolía la cabeza. Sentía uno de esos fríos que llegan cuando algo no va bien. Termómetro: 37,1. No me suele subir la fiebre y puede que algo no esté del todo bien, pero es una temperatura relativamente normal. Calma. Ante todo, calma. Un nuevo intento, venga. Ni de coña. Mi cerebro funciona, pero mis músculos no le ofrecen feedback. Y ahí llega. ¿Covid? No, no lo creo. ¿Dónde lo iba a pillar yo? Si tengo hasta heridas en las manos de tanto hidroalcohol; si me he vuelto casi asocial y vivo en un tedioso ciclo sin fin casa-trabajo. Dos pensamientos rápidos. Uno: qué penita de vida. Dos: maldito coronavirus. Llega un tercero: es mejor no arriesgar y que los niños no vayan al colegio. Sé que ese fue el razonamiento pero, con sinceridad, tampoco podría haber hecho otra cosa.

El dolor no me deja dormir. Cuántas veces fantaseé con esta larga prórroga al despertador y ahora no logro sacarle partido. Estoy envuelta en el nórdico como si fuese un rollito de primavera. Con los ojos entreabiertos, veo el termómetro en la mesilla y me decido a liberar el brazo para alcanzarlo. Suena el teléfono y me saca de esta nebulosa. En un momento de la conversación decido echar un ojo a lo que me quiere contar ese pitido que sale de mi brazo. 38.1, dice su mensaje. Subtexto: en los tiempos que corren y tal y como se está poniendo la cosa, igual es el momento de llamar al centro de salud.

Me cogen rápido y sé que es una suerte. Tienen que estar desbordados. Los contagios han iniciado su propio despegue en A Estrada. Explico la situación. Me llamará mi doctora y, efectivamente, su llamada también llega rápido. Me advierte de que, obviamente, el coronavirus no es el único de los villanos que anda suelto, pero hay que hacer una PCR para descartar que venga a por mí. Al fin y al cabo, su rostro es el que más se repite ahora en los carteles de forajidos.

Cuatro de la tarde. La caravana del Covid-Auto avanza rápido. Ya he estado aquí este verano y veo cambios. Ahora hay dos carpas. La original luce adornada con dibujos infantiles, imagino que en un intento por endulzar una realidad de lo más amarga. A dónde nos ha hecho llegar este jodido año. Permítanme el taco. Es liberador y sumamente ajustado a la realidad.

El viaje -sola, así debía ser- de Santiago hasta A Estrada lo tengo borroso. Una pone el piloto automático cuando el camino es conocido y da gracias al cielo por ello porque no sé si mi estado habría hecho descender mis reflejos al volante. Y ahora toca esperar. Nunca fui una persona que destacase por su optimismo. No es que sea una ceniza, pero tampoco de las de ven arcoiris y unicornios en el horizonte. Sin embargo, por una vez, pensaba que esto que me pasaba era una gripe. Por ello me costó un rato reponerme a la madrugadora confirmación que llegó después de una jornada de lucha en mi interior: era positivo en coronavirus.

Llámenme melodramática, pero se me vino el mundo encima. Confieso que el miedo a qué va a pasarme llegó, pero le adelantó por la derecha el pánico a saber que esta habitación había dado una vuelta más al cerrojo que le coloqué el día anterior. Y eso es horrible cuando compartes piso con dos pequeños de 3 y 6 años, a los que la simple sospecha de contagio exilió al salón a la par que atrincheró a su madre al otro lado de la casa, buscando el contacto cero mientras pedía -suplicaba- refuerzos. "Mamá, es que yo necesito tus besitos para irme a la cama", llora Alejandro en el momento de dar las buenas noches desde el pasillo, agarrado por su padre para impedir que se lance a mi cama. Esa impotencia y el miedo a sucumbir al deseo de salir corriendo a abrazarlo duelen más que nada. "Ojalá yo también tenga coronavirus, así podemos estar todos juntos", dice Sofía, en una reflexión que se me antojó tan inteligente como desgarradora para su edad. Ya tengo material de sobra para mis pesadillas.

Qué suerte tenemos en A Estrada. No me canso de repetirlo. Si alguien hubiese puesto alguna vez en tela de juicio las distinciones del centro de salud como el mejor de España, mi experiencia personal en esta pandemia no puede más que colgarle otra medalla. En cuestión de minutos, desde que me confirmaron el positivo, tenía solicitadas las PCR para mis convivientes. Me llamaron médicos, enfermeros, trabajadores sociales y hasta se tomaron la molestia de acercarme el pulsioxímetro por coincidir mi casa en la ruta de las visitas domiciliarias y ante mi imposibilidad de salir a recogerlo. Ole, ole y ole.

He encontrado al otro lado del teléfono información médica, recursos a mi disposición y empatía. Humanidad con bata blanca. Y yo solo soy una más de los ya muchos contagiados en el municipio. Tienen que estar desbordados y me han dedicado todo su esfuerzo, del primero al último. Soy Ana y sus circunstancias, no una impersonal "usted" o "positiva". De lujo, de verdad.

Tengo miedo. Es difícil no sentirlo. Poco se sabe de este invasor despiadado. Sé que soy relativamente joven y quiero creer que fuerte. Pero no se puede evitar pensar en cómo evolucionará esto, en cuántos habré contagiado -qué suerte ahora mi limitada vida social- y en cuándo podré bajar un poco la guardia y estar tranquila, sin que este bicho se crezca y me acorrale.

Otros sentimientos me rondan. Uno se mueve entre la incredulidad y la injusticia. Si me atinó a mí, que voy de perfil envuelta entre tantas precauciones, este virus le apunta a cualquiera. Otro es la culpabilidad. Ser positivo te hace sacar el látigo para flagelarte. Por qué habré dicho a mi madre que viniese a encargarse de los niños; por qué acepté ese café con mis amigas, aunque hayamos extremado las precauciones; por qué me paré en el rellano con mi encantadora vecina y compartimos -a distancia y con mascarilla- que este mundo se ha vuelto una basura...

El sentimiento de culpa acompaña al enfermo, pero mientras trato de plantarle cara, hay otro al que no le pienso permitir ni que me chiste: el pudor a decir que soy positivo. La vergüenza que parece que tiene que sentir el contagiado; el miedo a que la gente se aparte por la calle, al rechazo social. ¡Quieto ahí! ¡Ni un paso más! Hay que poner luz sobre todo esto. Ser positivo en coronavirus es una faena, pero no un delito. Hoy soy yo, mañana ustedes. Aunque no vayan a fiestas clandestinas, a una terraza o se junten más de la cuenta. Esto llegó para todos, no se engañen. Hay que protegerse y proteger a los demás, pero el tiempo de apuntar con el dedo se ha acabado. La pandemia ha explicado de forma extremadamente didáctica y dolorosa el concepto de la globalización. Si los primeros casos se dieron en la lejana China, parece que yo, y todos nosotros, tenemos un primo en Wuhan. Él se puso malo el primero y la cadena ha llegado hasta nosotros. Estamos todos en el mismo barco. Así que, remen. Remen. Es lo único que podemos hacer. Esforzarnos en cumplir las recomendaciones sanitarias para poder seguir a flote. Solo me queda pedir que la clase política abandone el circo de una santa vez y se venga también a galeras a remar. Pero, por favor, todos en la misma dirección. El que venga a estorbar, que se arroje por la borda. Si no, antes o después, habrá motín a bordo.