Hay mucho cine en “Isabella”. Mucha sabiduría pausada, mucho talento. También determinación. Matías Piñeiro profundiza en su exploración a propósito de Shakespeare, a partir de Shakespeare, logrando un filme que no rehuye la experimentación, y que engancha al espectador por su carácter sensorial. La aspiración de una actriz por lograr el papel de Isabella en una producción de “Medida por medida” sirve a Matías Piñeiro para hilar un filme complejo y sofisticado, pero también agradecido, atractivo. Resulta fácil sumergirse en sus imágenes, acompañando a Mariel en su progresivo desbastamiento de un personaje que la obsesiona, que la gobierna. Desde sus primera e hipnótica secuencia, con la rítmica repetición de diálogos de Shakespeare, persiguiendo a las actrices a través de esos planos que casi se diría que aspiran a ser rohmerianos, paladeando sus guiños a Resnais, Piñeiro se revela como un guía decidido y audaz, pero también firme. Un cineasta que no duda en tomar riesgos, que lleva su exploración más allá del tiempo y del espacio, pero que a la vez mantiene siempre una elegancia absoluta al manejar la cámara, siempre fluida, siempre arropando a sus intérpretes, y demostrando una pericia absoluta, una sabiduría formidable, a la hora de elegir y armar los encuadres. El resultado es una libra de buen cine, mucho más nutritiva y agradable que esa libra de carne que le reclamaban a Shylock al final de “El mercader de Venecia”.