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Crítica / Cine

El tiempo recobrado

Al enfrentarse a una película como “El tiempo perdido”, el bagaje del espectador, del analista, resulta crucial. Para una persona que no se haya aproximado a la obra de Marcel Proust, “El tiempo perdido” es probablemente eso, una pérdida de tiempo. Porque no hace concesiones: es un documental de hora y tres cuartos, rodado en riguroso blanco y negro, y que transcurre por completo en un café en el que un grupo de ancianos se reúnen para leer “En busca del tiempo perdido”. Pero un proustiano (y el que firma estas líneas lo es) encontrará una inmediata satisfacción en la película. La peculiar prosa del asmático francés, con esas frases líricas e interminables, resulta irresistible recitada en porteño. Y de pronto te encuentras recordando a Albertine y a Odette, y sientes un afecto irreparable por Roberto, que afronta su quinta inmersión de la novela, o por Pablo, que vivió treinta años en Colón y no quiere leer “La Divina Comedia”. Y sientes el deseo de acercarte a ese café en la esquina de Lavalle con la calle Libertad y sentarse con los ancianos a leer a Proust, ante la mirada desconcertada del camarero. Pero sobre todo quieres recobrar ese tiempo en el que siete, ocho, diez personas podían sentarse juntas en un café, sin tapabocas, para hablar de Proust, de Sherlock Holmes o de las finales de la NBA, que tanto da. Cuánte se echa de menos.

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