El historiador asturiano Enrique Moradiellos invita a conocer más mejor lo que sucedió aquel 23-F de 1981. Moradiellos (Oviedo, 1961)​ es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y autor de libros tan indispensables como su biografía del presidente republicano Juan Negrín o “Historia mínima de la Guerra Civil española” que le valió el Premio Nacional de Historia en 2017.

-¿Queda algún punto ciego para la historiografía en el 23-F?

-Como todo fenómeno histórico importante, el frustrado golpe de Estado militar de febrero de 1981 sigue siendo una cantera de trabajo y de interrogantes sin agotar en todas sus dimensiones y facetas. Ante todo, porque siguen apareciendo o descubriéndose materiales informativos inéditos sobre el mismo, ya sean testimoniales, documentales, diplomáticos, comparativistas o de otro tipo. A título meramente de ejemplo, el año pasado (2020), se publicó un interesante libro de Alfonso Pinilla sobre la intentona que utilizaba por vez primera los papeles personales del general José Juste Fernández, que mandaba la unidad más potente del Ejército español, la División Acorazada “Brunete”, encargada de proteger (¿o tomar?) Madrid en caso de emergencia o necesidad. Y la obra no ofrece sólo información valiosa sobre aspectos más o menos oscuros o discutidos de la preparación y ejecución del golpe, sino que refrenda el protagonismo del personaje en el desenlace final adverso, con todos sus matices y dudas agónicas.

-¿Tejero fue algo así como el “tonto útil”?

-No me parece aplicable esa fórmula, sinceramente. Presupone que el coronel Antonio Tejero Molina era corto de miras y de inteligencia, que apenas sabía lo que hacía y que obraba como mero títere al dictado de una mente superior y omnisciente. Pero esa fórmula no encaja bien con su actuación ni antes ni después de la crucial tarde y noche del 23 de febrero. Para empezar, porque el plan golpista del que forma parte directiva es claramente anticonstitucional desde su origen y pretende entregar el poder a una Junta Militar de plenos poderes con patrocinio real y posiblemente con el general Milans del Bosch al frente. Además, se atiene a él hasta el final y sin admitir ningún compromiso. Para seguir, porque tiene un protagonismo decisivo en el fracaso de toda la operación, al encontrarse con la resistencia inesperada de muchos compañeros de armas que, primero, esperan a la orden del rey antes de pronunciarse y, luego, obedecen su mandato de no secundar la operación y permanecer fieles a la Constitución. Y, finalmente, porque ante ese equilibrio inestable provocado por la falta de unidad del Ejército ante la iniciativa golpista, Tejero también declina someterse al otro plan de resolución de la crisis por vías más o menos constitucionales: el llamado a veces “plan De Gaulle” del general Alfonso Armada para crear un “gobierno de concentración” con él como presidente con vasto asenso parlamentario y beneplácito real. En ese juego de tres fuerzas dispares, Tejero fue mucho más que un títere útil e ignorante. Fue un participante activo y consciente.

­¿Los medios de comunicación fueron decisivos para parar el golpe?

-Todo parece indicar que así fue y, además, que fue un error de cálculo determinante de su fracaso en gran medida. Los golpistas de la operación Milans-Tejero infravaloraron el poder de los medios de comunicación para crear (o frenar) un ambiente público propicio a la iniciativa y a su consolidación. Aunque intentaron tomar algunas instalaciones de radio y televisión, incluso algunas sedes de periódicos, no lograron su objetivo plenamente, en parte por descuido, en parte por falta de fuerzas suficientes y en parte por esa infravaloración de la importancia de la tarea. Y el resultado fue que tanto la radio como la televisión como muchos diarios (recuerdo, por ejemplo, las sucesivas tiradas de El País con su portada: “El País con la Constitución”) pudieron seguir informando de una operación militar que, en términos mediáticos, fue bastante zafia y deplorable. Sólo basta recordar la fuerte impresión que produjo en todos los espectadores de mínima sensibilidad cívica las imágenes del penoso asalto al Congreso de guardias civiles con disparos al aire indiscriminados, zarandeando al general Gutiérrez Mellado sin respeto alguno a su jerarquía militar y a su edad, vociferando gritos y hasta expresiones gramaticalmente incorrectas en lengua española. Esa demostración de brutalidad, mala educación y hasta matonismo chabacano cercenó muchos potenciales apoyos o simpatías hacia la operación entre la opinión pública más derechista o crítica con la situación entonces imperante. Entre otras cosas, porque evidenciaba un potencial de violencia letal sin límite repulsivo para una sociedad que tenía como norte y guía de sus vidas el lema de “Nunca más la Guerra Civil”.

-¿La importancia de Sabino Fernández Campo fue tan decisiva como se dice? ¿Guardó secretos que cambiarían la visión de los hechos?

-Como principio, debemos cuidarnos de la tentación mitomaníaca de buscar siempre protagonistas decisivos, únicos o exclusivos. En aquella coyuntura, como en tantas otras, los protagonistas importantes fueron varios y cada uno en su orden y momento respectivo: el rey con su negativa a aceptar las peticiones de apoyo expreso de Milans o a condonar la acción violenta de Tejero;  los propios Milans y Tejero, al disentir respecto al valor de contar o no con la aprobación real antes de seguir adelante o cancelar la operación; el general Quintana Lacaci, como capitán general  de Madrid, con su control de la situación en la capital; el general Juste con su decisión de someterse a la orden de su superior, Quintana Lacaci, y del propio rey; el general Armada, con su plan para aprovechar la acción de Tejero y presentarse como alternativa de resolución de la crisis al frente de un gobierno de concentración nacional semi-constitucional; los generales Aramburu Topete y Andrés Casinello, el primero Director General de la Guardia Civil y el segundo su Jefe del Servicio de Información, que lograron frenar los apoyos de ese cuerpo a Tejero (que sólo consiguió movilizar a menos de 270 hombres para su asalto al Congreso)… En el caso del general Fernández Campo, sin duda, tuvo un papel muy destacado en varios momentos, acaso sobre todo dos. El primero es quizá el más crucial. Apenas iniciado el golpe, el general Juste llamó al Palacio de la Zarzuela para informar de su decisión de desplegar la División Acorazada sobre Madrid y confirmar que allí estaba el general Armada con el visto bueno del rey. Su sorpresa fue mayúscula cuando Fernández Campo le respondió con el famoso: “Ni está, ni se le espera”. Es entonces cuando comprende el equívoco de suponer que el plan de Armada está avalado por el rey y decide suspender ese despliegue militar que tenía que haber completado el que el general Milans del Bosch está haciendo en Valencia en ese mismo momento. El segundo viene de inmediato, cuando Armada solicita permiso para acudir a la Zarzuela y tratar de solucionar la crisis mediante su “plan De Gaulle” con apoyo real. Fernández Campo rechaza esa propuesta porque, primero, sospecha que Armada está jugando a dos barajas (como así era) y, segundo, porque su plan era ya inaplicable después de la violencia humillante de Tejero sobre los diputados y el gobierno en el asalto al Congreso: ¿qué sombra de legalidad podría tener un “gobierno de concentración” de todos los partidos dictado bajo la amenaza de una pistola de guardias civiles insubordinados? Quizá cabría incluso añadir un tercer momento más difuso pero continuado: su asesoramiento al rey para ir hablando casi uno a uno con los mandos militares de toda España para garantizar su lealtad a la Corona, paso previo antes de cursar la orden a la cúpula militar para defender la Constitución (que sale en el télex a las 22,35 horas) y para su discurso público televisado (emitido a las 01,20 horas ya de la madrugada del día 24). Es cierto que el general Fernández Campo no dejó escritas sus memorias sobre aquel episodio y que tampoco están disponibles sus papeles personales de aquella coyuntura. Pero sí que tenemos sus declaraciones oficiales y oficiosas. Están, por ejemplo, las que hizo como parte de los dos procesos judiciales abiertos para dilucidar las responsabilidades civiles y militares en el golpe: uno en el Consejo Supremo de Justicia Militar (con sentencia de junio de 1982) y otro en la Sala Penal del Tribunal Supremo (con sentencia en abril de 1983). Y están igualmente sus testimonios en diversos medios y obras como, por ejemplo, la del periodista Francisco Medina, especializado en temas militares y autor del libro 23-F, la verdad (2006). Es harto probable que se fuera a la tumba guardando muchos secretos, naturalmente, como muchos otros protagonistas históricos de aquella coyuntura. Pero el volumen de información disponible permite trazar con precisión las líneas generales y gran parte de los matices del fenómeno histórico, sin ninguna duda humana razonable. Y dentro de ese cuadro, Fernández Campo es, en palabras de Leopoldo Calvo Sotelo (que tenía motivos para saberlo): “un personaje clave de la transición política, sin el que no hay manera de entenderla bien”. Nada menos.

"El presidente Adolfo Suárez estaba al frente de un gobierno de UCD en franca descomposición interna, que sufría el desgaste de una fuerte ofensiva de la oposición parlamentaria"

-¿Suárez pasó de villano a héroe por méritos propios?

-A la hora de entender cómo fue posible la gestación de la crisis de febrero de 1981, con la concurrencia y eclosión de varias tramas golpistas de distinto pelaje, es inevitable referirse a la situación socio-política que entonces atravesaba España. El presidente Adolfo Suárez estaba al frente de un gobierno de UCD en franca descomposición interna, que sufría el desgaste de una fuerte ofensiva de la oposición parlamentaria, a la par que afrontaba una crisis económica muy seria que dejaba un poso de malestar ciudadano manifestado en el famoso “desencanto” popular con la democracia y sus promesas de mejoría de las condiciones de existencia materiales de los españoles. Además, Suárez y sus asesores tenían graves dificultades para dirigir armónicamente el desarrollo constitucional del nuevo Estado autonómico y sufría el zarpazo del terrorismo de ETA que se cebaba con las fuerzas armadas y de seguridad (recordemos que las víctimas mortales de esa actividad pasaron de ser 17 en 1976 a 94 en 1980, el número más alto de toda su historia sanguinaria). Ante esa crisis multifactorial, ya habían surgido fuertes críticas a la capacidad política de Suárez para reconducir la situación desde todos los frentes (los sectores democristianos y socialdemócratas de su propio partido; la crecida oposición socialista y comunista; los mandos militares descontentos con la errática política antiterrorista; el propio rey…). Y así fueron creciendo las demandas a favor de “un golpe de timón” (en palabras certeras de Josep Tarradellas) para dar salida a esa crisis mediante distintas fórmulas. Algunas constitucionales: la formación de un nuevo gobierno presidido por otro líder de la UCD o incluso de un gobierno de concentración nacional (solicitado por el PCE de Santiago Carrillo y temido por el PSOE de Felipe González). Otras claramente anticonstitucionales: la intentona golpista de Milans-Tejero. Y otras en el filo de la navaja: la “operación De Gaulle” de Armada, que intentaría aprovechar el río revuelto de la intentona de Milans-Tejero para sus propios fines y asumiendo la demanda del gobierno de concentración presidido por un general. Suárez trató de anticiparse a esas soluciones con su dimisión inesperada a finales de enero de 1981, confiando en que el nuevo gobierno presidido por Leopoldo Calvo Sotelo sirviera para frenar las conjuras militares tanto como las operaciones de derribo político-parlamentarias. En eso se equivocó, sin duda. Pero también es cierto que su figura personal salió muy bien parada de la crisis del 23-F. Sobre todo por la dignidad y serenidad con la que afrontó el desafío de los golpistas en el hemiciclo, saliendo en defensa de su vicepresidente Gutiérrez Mellado cuando fue zarandeado y negándose a ocultarse bajo su asiento mientras los guardias civiles disparaban ráfagas al aire para intimidar a los parlamentarios y forzarlos a humillarse en público. Aquí tenemos otra vez el valor formativo e informativo de los medios de comunicación, sobre todo la televisión, en aquella coyuntura: todavía es impactante comprobar la entereza de Suárez y de Gutiérrez Mellado en medio de aquella tensión brutal. Si eso es estar cerca de la categoría de “héroe”, desde luego que ambos se ganaron el epíteto, me parece.

-Para un joven de hoy que sigue a los influencers, ¿se puede explicar brevemente quién fue el Elefante Blanco?

-Esa fórmula metafórica surgió al compás del golpe para referirse a la “autoridad militar competente” que, según los guardias civiles sublevados, habría de llegar pronto al Congreso para imponer un gobierno de orden y autoridad en España, en sustitución del gobierno constitucional que se estaba votando en la sesión del 23-F. Como nunca llegó esa autoridad militar, se dio en llamarlo “el elefante blanco”, un animal muy raro y poco habitual que cuesta mucho localizar y mantener. Todo parece indicar que esa fórmula aludía encubiertamente al general Alfonso Armada, aunque él lo negó rotundamente hasta el final de su vida. También negaron serlo el general Milans del Bosch, sublevado en Valencia, y el general De Santiago y Díaz de Medívil, que había dimitido como vicepresidente meses antes por su desacuerdo con Suárez y que había escrito días antes del golpe un artículo en el diario El Alcázar (titulado “Situación límite”) que era una llamada al golpe militar apenas velada. La suposición de que ese “elefante blanco” fuera el propio rey es manifiestamente absurda y desmentida por las evidencias probatorias, aunque ha sido esgrimida por los autores del golpe violento como estrategia de defensa jurídica y justificación pública.

¿El papel del asturiano SAENZ DE SANTAMARIA fue intachable?

-El general José Antonio Sáenz de Santamaría era entonces Director General de la Policía Nacional, el otro gran cuerpo de fuerzas de seguridad con la Guardia Civil. Estaba al frente de la misma, en buena medida, por su amistad personal con el general Gutiérrez Mellado, al que siempre prestó apoyo durante su labor como vicepresidente del gobierno de Suárez. Según todos los testimonios disponibles, de muy variado pelaje, secundó las decisiones de sus superiores civiles, el Director General de Seguridad del Estado y el Subsecretario de Interior (y éste asumió las funciones gubernativas al frente de una junta de subsecretarios mientras los ministros permanecían secuestrados). Por orden del general, contingentes de la policía nacional rodearon el Congreso de los Diputados para controlar sus accesos, instalándose él mismo en el Hotel Palace para dirigir la operación en persona. Incluso parece que ordenó a una unidad de élite (los GEOS) que estudiaran un plan de asalto para liberar a los diputados (finalmente desechado por su previsible alto coste de vidas, tanto de guardias civiles sublevados como de parlamentarios retenidos). Que yo haya visto o leído, no hay ninguna duda de su lealtad a sus jefes políticos y militares superiores en aquella crisis.

"El Ejército era todavía una institución heredera de la época franquista en términos de mandos"

-Una catástrofe sanitaria, un desastre económico, auge independentista, acoso a la Corona… ¿Sería posible otro 23-F en España si se diera esa tormenta perfecta?

-No me lo parece en absoluto, sinceramente. Son situaciones tan diferentes y tan dispares que no hay posibilidad de comparación y, menos, de emulación. Entonces, el Ejército era todavía una institución heredera de la época franquista en términos de mandos (muchos de los cuales habían hecho la guerra civil bajo la dirección de Franco), de estructuras orgánicas (volcadas al control del interior del país, más que hacia la defensa del exterior), de prácticas y de culturas ideológicas (con fuerte aislamiento social de los militares y profundo arraigo del militarismo pretoriano en sus filas y autoconcepciones). Hoy, más de 45 años después de la muerte de Franco, no queda casi nada de aquella institución ni en hombres, ni en estructuras, ni en prácticas y culturas ideológicas. La conversión de las fuerzas armadas en una institución firmemente anclada en la vida constitucional y democrática está plenamente lograda. De hecho, es uno de los grandes éxitos y activos de la transición política, reconocidos por la vasta mayoría de los analistas y de los testigos. Por supuesto, contribuyó a ello la inevitable remoción biológica generacional, la inserción en el marco de organizaciones militares internacionales de inequívoca fidelidad civilista y democrática, la alta preparación técnica y cultural exigida por el nuevo oficio de la milicia profesionalizada e incluso la íntima vinculación entre fuerzas armadas y sociedad civil que fomentaron diversos episodios e iniciativas. Y sobre esto basta recordar la “operación Balmis” con ocasión de la reciente pandemia o el uso de la Unidad Militar de Emergencia para socorrer a los civiles en casos de necesidad grave. Hoy no hay riesgo de golpe militar. Hay otros riesgos, pero no ése, afortunadamente.

-¿El golpe dio mayoría absoluta al PSOE?

-No cabe ninguna duda de que el golpe de estado del 23-F, y particularmente su fracaso, fueron un elemento decisivo en el rápido proceso que llevó a la victoria absoluta del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982. Primero, porque eliminó la posibilidad, hasta entonces latente, de una involución política antidemocrática liderada por las fuerzas armadas como institución con capacidad coactiva única y efectiva. Tras el fiasco bochornoso que puso fin a la intentona (y recuérdese las imágenes de guardias civiles golpistas saltando por las ventanas de Congreso como si fueran ladrones huyendo), la alternativa militar quedó desactivada como opción real y viable, pese a los posteriores estertores de ese tipo. Por otro lado, la conformación del gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo nada más resuelta la intentona golpista fue recibida como una solución interina y provisional ante la magnitud de la crisis superada, puesto que la debilidad y división interna del partido de gobierno siguieron siendo patentes, así como su necesidad de consultar y negociar con la oposición parlamentaria todas sus medidas y actuaciones, en clara demostración de su falta de fortaleza propia. Finalmente, habiendo visto las orejas al lobo de la involución antidemocrática, se produjo un potente movimiento en el seno de la opinión pública española a favor de una alternativa fuerte y sólida de gobierno constitucional capaz de afrontar las graves crisis socio-económica e institucional con garantías de éxito y estabilidad. Y ahí tuvo su ocasión y oportunidad la joven y dinámica dirección socialista encabezada por Felipe González, que se presentó como la nueva generación capaz de poner fin al pasado turbulento y abrir una era de paz, reformas y prosperidad. El lema escogido por los estrategas socialistas para la campaña (“Por el cambio”) lograba encarnar ese anhelo de estabilidad democrática, voluntad reformista y compromiso europeísta que atravesaba el cuerpo social de España con notoria fuerza interclasista e intergeneracional y amplia y equilibrada implantación territorial.  Yo mismo recuerdo la fuerza de esa corriente de opinión entre mis compañeros universitarios de entonces, donde la simpatía hacia Felipe González y su alternativa era casi un signo de identidad generacional. 

-¿Se puede separar la situación actual del Rey Emérito de su papel en la Transición? ¿Invalida el presente los logros del pasado?

El papel del rey Juan Carlos I durante el proceso de transición de la dictadura franquista a la democracia es tan inequívocamente crucial y palmario que no cabe ponerlo en cuestión por su conducta posterior más o menos reciente y criticable. Volvemos aquí a tener que lidiar, como historiadores, con el peso de la mitomanía popular que, o bien ensalza su protagonismo hasta verlo como la figura intocable del héroe y sumo salvador del porvenir y la paz de España, o bien lo rebaja sin matices ni grados a la condición de chivo expiatorio de todos los males presentes y pasados del país, como si fuera un apestado reprobable y casi eliminable. El balance histórico es por definición mucho más equilibrado y matizado y excluirá esos extremos burdos: ni héroe perfecto, ni malvado integral. Desde una perspectiva historiográfica, el legado de su actuación durante la transición y primera etapa de la consolidación democrática no es sólo imborrable sino también brillante en términos relativos y comparativos con otros procesos similares, en España y en el extranjero. Y eso no lo va a cambiar ninguna conducta reprobable posterior si es que acaba sustanciándose como tal ese comportamiento que ahora se denuncia y critica. El rey se ganó los laureles del prestigio y fama que tuvo durante muchos años y que, evidentemente, ya se han eclipsado en buena medida en la actualidad. Porque asumir la herencia de poderes casi omnímodos de Franco y contribuir a la transición desde una dictadura a una democracia de forma rápida y pacífica es un logro histórico magnífico, que causó gran impresión internacional en su época por su novedad y que fue luego parámetro de medida e inspiración para otros procesos posteriores tan difíciles como las transiciones de las dictaduras militares iberoamericanas en los años ochenta y las transiciones de las dictaduras comunistas de los países exsoviéticos en los años noventa. Y el resultado de aquel proceso transitorio ha sido un período de casi cincuenta años de paz y prosperidad como España nunca había registrado. Sobre este asunto, me permito subrayar algo que quienes viven encadenados a la visión presentista que abomina de la mirada histórica no siempre son capaces de apreciar por su adanismo: nunca había habido, hasta ahora, dos generaciones de españoles que no conocieran de manera directa una guerra, ya fuera internacional ya fuera interna. Y nunca se había vivido una etapa tan prolongada de creciente bienestar, prosperidad y progreso moral y material, mensurables en avances antropométricos asombrosos como son, por ejemplo, el salto del promedio de vida desde los 65 a los 85 años o el aumento de más de 10 centímetros la altura media de los españoles, síntomas ambos de los avances en la mejora de la alimentación y la atención sanitaria. Si utilizamos estos parámetros para medir los costes y beneficios de la transición y sus resultados, podemos sentirnos muy satisfechos de todo el proceso, sinceramente. Y por eso, pese a todas las críticas más o menos impostadas sobre aquella época y sus perfiles, las encuestas muestran reiteradamente que la enorme mayoría de los españoles está orgullosa de cómo se hizo la transición y de sus resultados.

 -¿El discurso Felipe VI a la nación tras los sucesos independentistas es comparable al de su padre aquella noche?

Es una pregunta de difícil respuesta, porque la situación era bastante diferente y porque el papel de cada uno de los reyes es también notoriamente distinto. Pero, mutatis mutandis, cabe decir que ambos discursos fueron decisivos para la historia reciente de España y determinantes para su respectivo momento y reinado. En el caso de Juan Carlos I, cabe recordar que su discurso se hizo público pasada la media noche, cuando ya era evidente que el golpe había fracasado en su tentativa de imponer un régimen militar en el país. Un fracaso derivado, ante todo, del hecho de que no sólo no había podido contar con el aval del rey, sino que había tenido que enfrentarse a su determinación de evitar que el resto del ejército secundara la intentona y prestara su concurso activo o pasivo para su triunfo. Costó lo suyo en horas y conversaciones, como sabemos, y obligó al rey a actuar muy por encima de sus responsabilidades constitucionales, apelando directamente al honor y lealtad de cada uno de los mandos militares dudosos, indecisos o favorables a las ideas golpistas. Basta sólo recordar que uno de los capitanes generales llamados al orden por el rey respondió a su gestión: “Yo obedeceré las órdenes de Su Majestad, pero es una pena”. Y el propio Quintana Lacaci reconoció que, al igual que decenas de mandos militares, obró entonces como lo hizo por su lealtad absoluta al rey y no a la Constitución: “el Rey me ordenó parar el golpe del 23-F y lo paré; si me hubiera ordenado asaltar las Cortes, las asalto”. Esas dos confesiones, entre muchas otras, dan cuenta a la perfección del vital protagonismo del rey a la hora de desactivar la mayor amenaza a la democracia restaurada tras la muerte de Franco. En el caso del rey Felipe VI, su discurso del día 3 de octubre de 2017 tiene lugar tras la tentativa frustrada de celebración del referéndum ilegal en Cataluña dos días antes, contra la decisión firme del Tribunal Constitucional y bajo el patrocinio del organismo autonómico que gestionaba la administración pública estatal en la región: la Generalitat en franca rebeldía contra el gobierno central y los tribunales superiores del Estado. El monarca afrontaba un desafío al orden constitucional que había jurado defender y que tenía como artífice ya no a una unidad militar sino a un gobierno civil autonómico legitimado por la Constitución pero decidido a rebasar y anular sus dispositivos mediante una secesión unilateral lograda por la fuerza de la presión callejera y la estrategia de los hechos consumados. Un desafío inédito, realmente, en España y muy poco habitual en el resto del mundo, para ser francos. El texto del discurso, evidentemente medido, es toda una defensa del Estado de Derecho, una rotunda condena de una “irresponsable” acción “totalmente al margen del derecho y de la democracia” y un firme llamamiento al restablecimiento del orden y de “la convivencia democrática posible en paz y libertad”. Tuvo un enorme impacto mediático, político y diplomático, en Cataluña, en España y en el resto del mundo. Entre otras cosas porque recordaba a todos que el rey encarnaba un Estado dispuesto a defender su legalidad frente a una agresión inédita, no armada pero igualmente destructiva en sus formas y fines. Y cosechó el sentido aprecio y apoyo de quienes compartían su repulsa por esa prueba de fuerza alentada por los secesionistas, al igual que le confirmó ante éstos como uno de los grandes obstáculos para el logro de sus objetivos últimos. Y no era para menos ni esas filias ni esas fobias. Al igual que el discurso de su padre en una noche memorable, era el discurso impecable de un hijo en otra noche para recordar.

-¿Dónde le pilló el golpe? ¿Pasó miedo?

-Creo recordar con bastante nitidez que estaba en casa preparando un examen de Geografía del segundo año de la licenciatura en Historia, que entonces cursaba en el edificio de la Plaza de Feijoo en el casco antiguo de Oviedo. Pasadas las seis y media, más o menos, recibí una llamada telefónica (al teléfono fijo, aclaro) de un compañero de carrera que me dijo de sopetón: “Hay un golpe de Estado y la Guardia Civil ha ocupado el Congreso”. Le corté sin más porque me pareció una broma de mal gusto y estaba totalmente enfrascado en la preparación del examen. Pero al poco tiempo me llamó por teléfono mi madre para decirme exactamente lo mismo y para aclararme que no era ninguna broma y que no saliera de casa bajo ningún concepto. Y así lo hice mientras comenzaban a venir a casa, asustadísimos y muy preocupados, todos los miembros de mi familia. Y nos pasamos el resto del tiempo mirando la televisión y escuchando la radio, con un nivel de angustia e incertidumbre que recuerdo muy vivamente, porque todos teníamos en mente la posibilidad de un baño de sangre, no muy diferente al que acompañó el estallido de la guerra civil de 1936. Por supuesto, era una preocupación de connotaciones históricas muy vívidas porque en mi casa la Historia siempre ocupó un lugar preferente y, para mí especialmente, la contienda de 1936 era ya un foco de atención e interés muy intenso. Y confieso francamente que tuvimos mucho miedo a lo que pudiera pasar si el golpe triunfaba, porque tanto yo como mis hermanas mayores (no tanto mis padres) éramos inequívocamente antifranquistas, como muchos jóvenes universitarios que tenían ese perfil como marca generacional de aquellos tiempos.

 -¿Alguna vez se ha planteado, de haber triunfado el golpe, qué habría pasado?

-Muchas veces he pensado, como tantos otros, qué hubiera podido ocurrir de haber triunfado el golpe de alguna forma, acaso de manera provisional o más o menos permanente. Y aunque las historias contrafactuales son siempre libres por indemostrables y arbitrarias, sólo se me ocurren cosas muy malas y penosas, para el conjunto de la población y para el futuro del país. Para empezar, me temo que hubiera corrido bastante sangre porque es inconcebible que aquella violencia exhibida con brutalidad contra figuras de la talla humana y simbólica de Gutiérrez Mellado o Suárez hubiera quedado limitada a un zarandeo o empujón en el caso de millares de militantes de partidos de izquierda o activistas de sindicatos obreros, por ejemplo. Para seguir, hubiéramos sufrido el efecto de la condena y denuncia internacional y especialmente europea, con la clausura de toda posibilidad de ingreso en lo que era ya embrionariamente la Unión Europea actual, que es a mi juicio lo mejor que le ha pasado al país en varios siglos. Por no hablar finalmente del efecto devastador sobre la cultura cívica y política de los españoles, que habrían visto desatarse de nuevo todos los “demonios familiares” que eran moneda corriente al hablar de nuestra incapacidad para vivir en paz y en democracia, como si realmente fuera cierto que “Spain is different” por alguna tara antropológica insalvable que nos dispondría a la violencia cainita sin remedio. No fue así, afortunadamente. O mejor dicho, para no meter a la Fortuna en estas cuestiones que no le interesan, porque algunos o muchos combinadamente lo impidieron en la medida de sus fuerzas, de sus capacidades y hasta de sus responsabilidades.