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"Tristesse", un filme lleno de sentido y sensibilidad

Ruiz Barrachina ofrece con su película, que hoy se estrena en las salas de Asturias, un artefacto poco habitual en nuestro cine

Enrique Simón, en una escena de la película.

En cualquier proceso de creación artística hay que tomar decisiones estratégicas y tácticas muy delicadas, más aun en el cine, por lo que tiene de industria. Acertar con los objetivos en función de los medios disponibles y de las previsibles condiciones del rodaje es crítico si se pretende que el resultado final esté a la altura del talento invertido. Cuanto más se acerque a la perfección el equilibrio entre unos y otros, más factible será que la obra obtenida resulte de esas que se llaman redondas, cualquiera que sea su tamaño, pequeño o grande según el presupuesto. Mas, para todo esto, hace falta no solo oficio (que se supone en alguien que asume las riendas de un proyecto tan complejo como el de una película) sino, también, sentido y sensibilidad.

Sentido y sensibilidad es, precisamente, lo que derrocha Emilio Ruiz Barrachina en su última película, “Tristesse”, rodada íntegramente en Asturias, al elegir las distintas piezas del puzzle para armar un artefacto poco habitual en nuestra cinematografía. El resultado: un filme que invoca a las emociones del espectador sin renunciar al lenguaje narrativo y que, ante todo, pretende ser, y lo consigue, una hermosa experiencia sensorial. Así, desde las primeras secuencias se nos avisa de su principal referente, el Paolo Sorrentino de “La gran belleza” y de “La juventud”, Fellini mediante. Por eso no nos extraña el minimalismo del argumento que, como en los filmes citados, se rinde al tema por antonomasia de todas las artes que tienen al tiempo como materia prima: la vida como tránsito, con sus regalos y sus zarpazos. A su vez, el guion cabalga a lomos de unos bellos textos en off (no olvidemos que Ruiz Barrachina es, también, un magnífico escritor) cuyo ponderado lirismo sabe sacar, no por casualidad, todo el partido que ofrece la portentosa voz del actor protagonista. De esta forma, constituyen un brillante contrapunto a una banda sonora que, aun cuando recurre a fuentes clásicas, es todo menos previsible (sorprendentes las versiones flamenca o tecno del Estudio de Chopin que presta su título a la película). Hay, además, una acertada dosificación del humor en los tramos exactos del minutaje, así como una dirección artística a la altura del reto. Incluso los actores no profesionales, en tareas secundarias, cumplen con su misión de manera correcta, con un Miguelo García que nos hace muy creíble su personaje, un productor cinematográfico un tanto patán pero cargado de intuiciones que, por desgracia, son irrebatibles, y que, por encima de sus defectos, se muestra cariñoso y noble con los amigos. Por lo demás, la edición resulta impecable (ahí están las secuencias del desfile de modelos y de la fiesta en un ático con vistas al mar), al igual que la fotografía, tanto en interiores como cuando nos muestra las calles y plazas de Oviedo, más que una ciudad, un género literario. Nada hay de rutinario o pintoresco en esas imágenes, como tampoco en otras que surgieron de los condicionantes de tener que rodar en plena resaca de la primera ola de la pandemia y que, sin embargo, consiguieron resultados con una significación inesperada y llamativa; me refiero, por ejemplo, a la procesión de cofrades en un extrarradio de la capital.

Si, como digo, crear implica elegir y, por tanto, descartar, recomiendo a quien vea la película que, luego, repare en la aparente sencillez de su cartel: así confirmará que Ruiz Barrachina, como buen director de orquesta, sabe asignarle a cada instrumento su más precisa función al servicio del producto final, por más que la tentación a la floritura pudiera ser grande (y, en este caso, la película contaba con material gráfico abundante y sugestivo). Botón de muestra de lo que “Tristesse” es como engranaje, la película regala, además, dos descubrimientos que, ojalá, tengan su recompensa en forma de proyectos futuros: la música original de Jesús Arévalo, brillante también en la ejecución de los temas, y la interpretación del actor protagonista, un Enrique Simón que llena el plano y el audio y que, por razones que no alcanzo a entender, ha permanecido hasta ahora invisible e inaudible a los responsables de casting del cine español.

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