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Crítica

Tiempos duros

El bajo Simón Orfila y el Coro Intermezzo, los grandes triunfadores del estreno de "Nabucco" en Oviedo

No son tiempos fáciles para las artes escénico-musicales. La pandemia del Covid-19 sigue haciendo de las suyas y aún estamos lejos de la ansiada normalidad, aunque en el estreno este lunes de la temporada de ópera del teatro Campoamor ya se posibilitó una mayor presencia de público, realidad que permite mirar al futuro con cierta esperanza. Hace unos días, el director del ciclo ovetense, Celestino Varela, explicaba la necesidad de cubrir en su integridad el aforo del sesenta por ciento permitido por las autoridades con el fin de alcanzar el equilibrio presupuestario. En una temporada en la que, acertadamente, se ha recurrido a alguno de los títulos más populares del repertorio, la dificultad para llenar nos da una idea de las profundas heridas que la pandemia está dejando en el mundo del espectáculo y que no se solventarán de manera inmediata.

“Nabucco” de Giuseppe Verdi es un título simbólico para la Ópera de Oviedo: es habitual asistir a bises del coro en algunas de sus representaciones como ya sucedió en 1994 dirigidas por la maestra Elena Herrera en unas jornadas que marcaron un punto de inflexión en la historia de la temporada por su enorme adhesión popular. Ojalá también lo sea en esta ocasión como antesala a recuperar con plenitud los hábitos prepandémicos.

La partitura verdiana es la de un joven compositor que está aún labrando fijando su personalidad, sus ambiciones creativas. En ella ya figuran aspectos que posteriormente serán claves en el catálogo del autor italiano, tales como las relaciones paterno-filiales, las reflexiones en torno al poder y sus abusos, la lucha de los más desfavorecidos, la asfixia que produce la falta de libertad y, de manera paralela, también soluciones musicales que aquí aparecen esbozadas en algunos pasajes y que, en obras sucesivas, serán desarrolladas con plenitud. El director de escena Emilio Sagi concibe esta ópera como “un canto a la libertad” y quizá por ello busca un enfoque de tintes abstractos y con puntuales citas históricas conceptuales que enmarcan la acción, pero que no la constriñen. La escenografía –firmada por Luis Antonio Suárez– que se empleó originalmente en aquella recordada “Salomé” de 2001, y a la que se añadieron para su estreno en 2015 nuevos elementos, es un marco perfecto para la acción, al igual que el vestuario tan sorprendente que diseñó la recordada Pepa Ojanguren o la siempre relevante iluminación de Eduardo Bravo. En vez de acentuar gestos y acciones, Sagi depura toda la trama con movimientos sucintos de los personajes o de la masa coral. Pequeños detalles expresivos dan el carácter de cada uno de ellos hasta configurar un fresco expresivo conjunto en el que marida a la perfección lo tradicional con la modernidad.

“Nabucco” requiere un elenco de primerísimo nivel y no es nada fácil conseguir que funcione a plenitud. Aquí se ha logrado un destacable equilibrio y, sobre el escenario, dos fueron los claros triunfadores: el bajo Simón Orfila y el debutante coro Intermezzo que, a partir de ahora, asumirá el desempeño que anteriormente realizaba el coro de la propia casa.

A todos ellos los llevó, con pulso firme y energía desbordante, Gianluca Marcianò desde el foso, al frente de la sinfónica del Principado de Asturias. Buscó y consiguió una lectura trepidante y ágil de la obra, sin por ello menoscabar los pasajes más líricos. Es buen conocedor del catálogo verdiano y se percibe en un discurso musical expuesto con eficacia pese a la reducción de efectivos de la plantilla orquestal y de algún problema de balance derivado de la ubicación en los proscenios de la percusión.

Había mucha expectación con el debut del nuevo coro, ya de carácter profesional y dirigido por Pablo Moras. Cumplió sobradamente en su primera intervención en una obra de gran exigencia dramática y vocal. Se disfrutó de una agrupación equilibrada, con buen empaste, adecuado color verdiano e impactante presencia sonora. Todas sus intervenciones fueron muy ovacionadas, incluido, por supuesto, el célebre coro de los esclavos, “Va, pensiero” que se bisó con inaudita rapidez. No entiendo muy bien un bis que hubo evidente prisa por dar. Asistimos a una progresiva devaluación de los bises en los teatros líricos que deben ser algo espontáneo y muy demandado por el público tras una ovación excepcional, unánime y prolongada. Aquí incluso se anunciaba ya en prensa días antes del estreno. Curiosa y absurda necesidad que pone un borrón a una presentación que fue excepcional y que no precisaba de artificios para refrendar la calidad de la agrupación.

Como decía anteriormente, Simón Orfila se convirtió en el gran triunfador de la velada. Su Zaccaria fue una verdadera lección de canto, un prodigio vocal plasmado en una riquísima paleta expresiva, de gran contundencia y vigor. Su proyección rocosa y canto matizado convirtieron su actuación en un verdadero disfrute para el público. Está el cantante en lo más alto de su carrera, con una madurez que le permite brillar a gran altura. La facilidad en el agudo y el hermoso registro grave llevaron la velada a un punto culminante con su trabajo.

A muy buen nivel rindió el Nabucco de Ángel Ódena, que comenzó la noche un tanto contenido para hacer crecer el personaje según avanzó la representación. A pesar de alguna inestabilidad en la afinación, en pasajes puntuales, consiguió sacar adelante el rol con eficacia, tal y cómo se espera de uno de los barítonos españoles de referencia.

Silvia Dalla Benetta puso toda la carne en el asador como Abigaille; impecable desde el punto de vista actoral. Estamos ante un papel de enorme dificultad y la soprano lo afrontó con valentía, exhibiendo buena coloratura, tal y cómo exige la partitura, aunque su actuación adoleció de cierta debilidad en el registro agudo, demasiado abierto y metalizado. Muy bien el Ismaele de Antonio Gandía que llevó a primer plano un rol en principio no tan presente, pero al que supo darle presencia escénica y vocal. Todo lo contrario en el caso de la Fenena de Theresa Kronthaler, bastante desdibujada con una prestación vocal que adoleció de falta de volumen. Muy destacada la ovetense María Zapata como Anna y solventes Deyan Vatchkov y Facundo Muñoz como el gran sacerdote de Baal y Abdallo, respectivamente.

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