Tenía 7 años cuando la gripe española de 1918 se llevó por delante muchas vidas. Avelina Lorenzo Berián, que ya brinca en 10 años el siglo de existencia, visualiza aún “a tantas niñas de mi clase que se quedaron huérfanas, vestidas de luto con un brazalete negro” que delataba la orfandad. Y el miedo que se coló en su casa porque “mi madre estaba embarazada y podía perder al bebé si se contagiaba, como les ocurrió a muchas otras”. Pero a esta mujer educada, con humor fino e ironía, le gusta hablar poco de lo malo de la vida, “he sido feliz, me he conformado con lo que tenía”.

Nacida en la calle de Carlos La Torre de Toro, en la casa familiar del abogado y juez Miguel Lorenzo Limia y de su esposa Eladia Berián Enríquez, “entonces no se iba a los hospitales”, conoció a nueve hermanos, “en casa siempre había fiesta, también venían mis primos”. Era una casa abierta al que lo necesitara, como lo fue la que ella construyó en Zamora junto a su marido, otro toresano, Sinesio Ruiz-Zorrilla, compañero de vida durante más de 60 años, hasta que murió con 82 años, “el pobre tenía Alzhéimer, fue muy duro”. “¡Pero qué cosas me preguntas!, ¿cómo empezamos a salir?”. Avispada, inteligente y con retranca, abre sus diminutos ojos, tuerce la cabeza y se echa a reír, “nos conocíamos de toda la vida. La relación comenzó a los 21 años, entonces no había la libertad que tenéis hoy y no entró en casa hasta que se formalizó la relación. Un día fue a hablar con mi padre y...”.

Relata con una lucidez asombrosa que con 17 años dejó por primera vez Toro, tras estudiar en el Amor de Dios, para preparar Magisterio en Zamora “con el párroco de San Vicente, Ramón Berián”. Con 23 años, en 1934, sacó la plaza en propiedad en Salamanca y pisó su primer aula en la localidad vallisoletana de Valdenebro de los Valles. Vivía en la casa de la escuela, “muy buena, tenía hasta balcón, y alcantarillado”, cuenta mientras sus pequeñas manos que reflejan el paso de tantos años no dejan de ir y venir, acompasando el relato de una vida que aún disfruta, “¿qué cuanto quiero vivir?, ¡110 años y los que Dios quiera!, he tenido una buena vida. Y pido perdón a quien haya podido hacer daño”.

Una guerra, dos pandemias y muchas cosas buenas.

El estallido de la Guerra Civil el 18 de julio de 1936 le pilló de vacaciones en Toro y “tuve que incorporarme a la escuela un mes antes, en septiembre”. Se encontró un pueblecito desolado, “llevaron a muchos que yo conocía, a un matrimonio cuyos hijos iban al colegio...Me dio mucha pena ver a tantas niñas y niños huérfanos”. El cura fue quien cortó la sangría: “De aquí no sale uno más. Se enfrentó con los que mandaban”.

En Toro, “hubo mucho, sé de muchos, uno, Tanis, que era maestro. Pudo escapar cuando lo llevaban a fusilar, se tiró del camión, se escondió hasta que le ayudaron a escapar y terminó viviendo en Inglaterra”. Avelina también perdió a su hermano Ramón en el frente, comenta sin dar detalles, y a otro por una enfermedad. Su marido se incorporó a filas, aunque pudieron casarse en Galicia, “y, al año o así, al terminar el permiso, volvió a irse hasta 1939”. Durante la guerra, su padre protegió en su casa “las ropas de un convento cercano y las custodias y reliquias del Sancti Spiritus”. Poco más quiere remover, “no tengo buenos recuerdos, se hicieron muchas burradas y se hizo daño a mucha gente que ni había pensado en bandos”.

Una guerra, dos pandemias y muchas cosas buenas.

Ejerció como maestra unos diez años más para pasar a ocuparse de su casa y de su marido, Sinesio, empleado del Banco de Español de Crédito y del Banesto, con el que recorrió toda España, conoció Italia y Portugal, “fuimos muy felices”.

Esta anciana, la más longeva de la capital y la provincia, se ríe mucho, pero tiene carácter, “¡con 110 años tengo derecho a mandar!”, replica a Canto, y a su cuidadora, María. Canto fue una hija tardía. Avelina tenía 47 años, “creímos que tenía un tumor, el doctor Almendral nos dijo “estás embarazada”. Mi marido le contestó “¿y qué hago?”, “pues preparar una cuna”, Avelina se ríe. “La hija nos hizo la vida más feliz”.

En 1983 decidió volver a la docencia, “mi marido me convenció porque decía que los duros luego son en reales”, así que dio clases en los colegios de Ferreruela, en Pereruela, en el Sancho II de Zamora y se jubiló en San Frontis. “Con los alumnos bien, pero tuve que volver a estudiar en casa, no me acordaba de muchas cosas. Las compañeras me ayudaron mucho”, se sonríe. “Ahora, me preparar a mí para el examen de ciudadanía”, apunta María, que emigró de Venezuela.

Una guerra, dos pandemias y muchas cosas buenas.

“Austera, metódica y organizada, come lo justo, pero de todo, los guisos de mi tierra también”, puntualiza su cuidadora. “¿Qué decís?”. Su sordera le impide tomar parte activa en la conversación que sigue atenta con sus ojos pizpiretos que, a pesar de las cataratas, le permiten “leer el periódico sin gafas si hay buena luz”, sino usa su lupa. Avelina es fiel a LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA, diario perteneciente al mismo grupo editorial que este medio: “lo leo entero todos los días y acierto el jeroglífico”. Otra afición desde hace 10 años es la novela “Amar en tiempo revueltos” que sigue desde su sillón pegado al televisor para facilitarle la lectura de los subtítulos. En su salón del noveno piso de la calla de Víctor Gallego, pasa el día junto a la ventana de la galería, “ahí salgo cuando hace sol, no me hace falta más, veo toda Zamora”.

En su rutina diaria, su cita ineludible es “ir a misa en la iglesia de San Torcuato, tengo mi sitio”. Y el paseo, acompañada siempre, “lo malo es que ya no me dejan ir con el andador, me llevan en silla de ruedas”. El COVID le ha alejado de sus amigas, “antes se reunían en la plaza del Maestro, al salir de misa”. Pero, sobre todo, le ha impedido ver al nieto y los dos biznietos que viven en Madrid.