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Sangrador: "Cuando escribo, del tema que sea, viajo mentalmente"

El vicario general recibió el premio "Ángel Herrera Oria" por sus artículos en LA NUEVA ESPAÑA

Jorge Juan Fernández Sangrador, tercero por la izquierda, con el resto de premiados.

Jorge Juan Fernández Sangrador, vicario general de la Archidiócesis de Oviedo, ya tiene en custodia el premio de periodismo "Ángel Herrera Oria", que le concedió la Fundación Cultural que lleva el nombre del periodista, jurista, político y sacerdote español, que llegó a ser obispo y cardenal de la Iglesia católica. Sus artículos en LA NUEVA ESPAÑA, han contribuido a un galardón que Fernández Sangrador recogió recientemente en Madrid.

En el discurso de agradecimiento el vicario general repasó su larga vinculación con el periodismo y describió cómo encara cada trabajo. "Hace dos semanas publiqué un artículo sobre los manuscritos del mar Muerto con motivo del septuagésimo quinto aniversario de su descubrimiento. Yo, cuando escribo, sea del tema que sea, viajo mentalmente. Y me trasladé por medio de la memoria a octubre de 1981". También hizo referencia a lo mucho que le ha dado el periodismo, sobre todo buenas relaciones: "La columna fija que mantuve durante mucho tiempo en la revista Vida Nueva, no solo me permitió expresarme por escrito y comunicarme con infinidad de lectores en España e Hispanoamérica, sino también forjar grandes y perdurables amistades".

Pese a que Sangrador asegura sentirse un "nadie" en el periodismo, agradeció el premio "en nombre de todas las personas que no viven del periodismo, pero sostienen diariamente los periódicos con sus colaboraciones escritas, su numen, su estilo, su desinteresada constancia, y lo compran y lo leen".

El que sigue es su discurso íntegro:

Premio a un "nadie" del periodismo

Señoras y señores

Buenas tardes

Deseo manifestar, ante todo, mi gratitud a la Fundación Cultural “Ángel Herrera Oria”, a su Presidente, a su Vicepresidente, al Consiliario Nacional y a los Vocales; a la Asociación Católica de Propagandistas y a los miembros del jurado que lo otorga por el premio que se me concede junto a la honrosa compañía de don Rafael Miner Navarro, doña Cristina Sánchez Aguilar, don Ignacio Santa María y Trece TV, y que lleva el nombre de una figura egregia de la Iglesia y de la sociedad española: el del Siervo de Dios Ángel Herrera Oria, en cuya extraordinaria personalidad me adentré de mano de nuestro admirado don José Luis Gutiérrez García, quien, tras una larga vida de reconocidas virtudes cristianas, de fructíferas realizaciones intelectuales y académicas, y de bendecida fecundidad familiar, fue llamado por Dios a su presencia hace unas semanas.

 Hubo una etapa particularmente interesante de mi historia personal en la que fui simultáneamente director de la Biblioteca de Autores Cristianos y de Publicaciones de la Conferencia Episcopal Española, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, columnista de la revista Vida Nueva y colaborador de la COPE y de Popular Televisión. Aquello me parecía que era como estar en el mejor de los sueños. 

 La Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), el proyecto editorial más importante de toda la Iglesia de lengua española, fue fundada en 1943 por don Máximo Cuervo Radigales y don José María Sánchez de Muniáin, miembros los dos de la Asociación Católica de Propagandistas, amigos y colaboradores de don Ángel Herrera Oria.

La BAC publicó en 1944 la Biblia de Nácar-Colunga. Fue la Biblia que siempre tuvimos en mi casa y la que leí cuando era chaval. Y la que a día de hoy consulto cuando quiero cerciorarme de la fidelidad en la traducción de un pasaje bíblico.

 Permítanme aún otro recuerdo. Hace dos semanas publiqué en el diario La Nueva España un artículo sobre los manuscritos del mar Muerto con motivo del septuagésimo quinto aniversario de su descubrimiento. Yo, cuando escribo, sea del tema que sea, viajo mentalmente. Y me trasladé por medio de la memoria a octubre de 1981. Fue entonces el primer acto formativo en el que participé como estudiante de la especialidad en Sagrada Escritura.

 Y tuvo lugar porque por entonces se encontraba en Tierra Santa don Maximino Romero de Lema, propagandista “kat’exochén”, y, de aquella, Secretario de la Sagrada Congregación para el Clero. Fuimos a Qumrán, porque don Maximino, que había conocido a los primeros estudiosos del sitio arqueológico y de los manuscritos hallados en las cuevas y habiendo transcurrido muchos años desde la última vez que estuvo allí, quería ver las mejoras que se había acometido para hacer visitable el emplazamiento. 

Acompañando a don Maximino fuimos don Julio Trebolle Barrera, director de la Casa de Santiago en Jerusalén (fundada por don Maximino), Emeterio Pato Pato, compañero de estudios, y un servidor. Don Julio Trebolle hizo de guía en las excavaciones. Nunca olvidaré aquella primera clase in situ, que recibí junto al arzobispo y herreraoriano don Maximino Romero de Lema, en donde se dice que sucedió el descubrimiento arqueológico más importante del siglo XX.

 Y siempre abrazando y tutelando los grandes proyectos de trascendencia eclesial, ejerciendo de alma mater, la Universidad Pontificia de Salamanca, erigida –restaurada, se dice- en 1940 por Pío XII a instancias del obispo Enrique Pla y Deniel y de los obispos de España. «Bajo los auspicios y la alta dirección de la Universidad Pontificia de Salamanca» era la leyenda que figuraba en la página de honor de los libros de la BAC.

 Bajo el amparo de la Universidad Pontificia de Salamanca nació también PPC (Propaganda Cultural Católica), obra editorial en cuyo origen tuvo tanta participación don Antonio Montero Moreno, periodista y primer arzobispo de Mérida-Badajoz, que falleció hace unos días.

La columna fija que mantuve durante mucho tiempo en la revista Vida Nueva, inscrita en el gran marco editorial de PPC, no solo me permitió expresarme por escrito y comunicarme con infinidad de lectores en España e Hispanoamérica, sino también forjar grandes y perdurables amistades. Mi último libro, El hecho religioso diario. Trazos de periodismo cultural, me lo publicó precisamente PPC.

 Entenderán, pues, lo que significa para mí el acto de esta tarde. La Fundación que custodia la memoria y la obra de don Ángel Herrera Oria ha tenido a bien unir de alguna manera mi nombre al suyo. Y esa es para mí la mayor distinción con la que quepa honrarme. 

Mientras escribía estas letras y evocaba mentalmente las etapas de mi historia, tan conjuntadas y con tanto sentido exterior e interior, pensaba: «Pero si es que yo soy de esto». De modo que lo que acontece hoy, aquí, en esta Sala de tesis, es un fruto del árbol de mi vida, que hinca sus raíces en un humus que es el que he descrito hace unos instantes. Todo ello es urdimbre que me constituye.

 Así que muchas gracias.

 Hace treinta años que escribo en periódicos. Mi primeros artículos aparecieron en La Nueva España y en la hoja diocesana de Asturias Esta Hora. Fui durante bastante tiempo columnista semanal de El Comercio y mensual de la revista Vida Nueva. Y tuve colaboraciones ocasionales en el ABC, La Razón y L’Osservatore Romano.

 He tenido en la COPE una sección propia, he participado de muchas maneras en distintos programas de esa cadena radiofónica y he celebrado la Misa infinidad de veces en Popular Televisión, en la que también participé en una tertulia semanal sobre libros.

 Desde 2016 escribo semanalmente un artículo sobre Cultura y Religión en el diario La Nueva España, del grupo Prensa Ibérica. Y, como han podido apreciar los miembros del jurado que me ha concedido el premio, está siempre presente de fondo la Doctrina Social de la Iglesia. Pero soy consciente de que lo que he hecho todo como diletante.

 Algunos directores de periódicos del grupo mediático Prensa Ibérica han tenido a bien publicar algunos de esos artículos en sus respectivos diarios. Así, por ejemplo, en los de Las Palmas, Levante, Murcia, Mallorca o Málaga. Se lo agradezco. Pero reparen Ustedes en que son todos de la periferia de España. 

Y ello me da pie para agradecer nuevamente a la Fundación Cultural “Ángel Herrera Oria” y al jurado que designa a los premiados con el galardón que lleva el nombre del Siervo de Dios, por la concesión del premio, porque se lo otorgan a alguien que no es nadie en el periodismo, que viene a recoger el galardón desde una región ultramontana del septentrión, de un mundo de «nieblas hiperbóreas», que diría don Marcelino Menéndez Pelayo, de un lugar que se encuentra lejos del centro de España y de donde se toman las decisiones que repercuten en la vida de todos.

 De la periferia peninsular, sí, pero hay que reconocer que del extrarradio hispano han salido periodistas santos, como el beato Manuel Lozano Garrido Lolo, el de Linares, y de donde ha venido la gran figura que da nombre al premio, la personalidad que se halla en el origen de este gran proyecto académico y cultural que hoy nos acoge aquí e iniciador del periódico cuyo cabecera vuelve a estar en boga: El Debate. Me estoy refiriendo, naturalmente, al santanderino don Ángel Herrera Oria.

¡Es tanto, tanto, lo que se hace por el periodismo desde el no ser nadie relevante, desde la vocación de servir, desde el deseo de alzar la voz para denunciar una injusticia, para agradecer el buen trato recibido, para poner criterio en la confusión, para aportar un dato ilustrativo, para decir lo que sea, y decirlo bellamente!

Así que, en nombre de todas las personas que no viven del periodismo, pero sostienen diariamente los periódicos con sus colaboraciones escritas, su numen, su estilo, su desinteresada constancia, y lo compran y lo leen: ¡muchísimas gracias!

La Academia Dominicana de la Lengua me ha distinguido haciéndome miembro correspondiente en virtud de lo que escribo semana tras semana en el periódico, velando, hasta fatigarme, por la precisión, la pulcritud y la verdad de lo que afirmo, porque trato de aproximarme cuanto puedo a aquello que un día dijo por la radio, a la hora del Ángelus, en la Cope, otro periodista que va camino de los altares: el dominico padre José Luis Gago del Val:

«Deja que la palabra salga bruñida y limpia de tu boca. Que tu mente la engendre entretejida de verdad. Que el corazón la aliente con el amor más ancho y brote de tu paladar con el perfil inconfundible de lo auténtico. Que el tono de tu voz sea templado y cálido. Que todo lo que digas sea terso y amable, sin esquirlas o aristas que rocen la piel de tu hermano. Así, toda palabra que salga de tu boca será lejana imagen, -pero imagen, al fin- de la Palabra eterna que se hizo carne nuestra». 

Muchísimas gracias.

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