El debate sobre los límites del humor se ha convertido en recurrente en nuestros días. En una sociedad democrática, es difícil determinar dónde acaba la libertad de expresión y dónde empieza la frontera del derecho al honor y el respeto a las diferentes sensibilidades. Desde el punto de vista de las instituciones, se ha producido una judicialización del humor, mediante casos en los que el sistema político parece amedrentar a la libre opinión e inducir a la autocensura.

Existe también toda una controversia en torno a temas y colectivos sobre los que siempre se ha bromeado pero que ahora resultan sensibles. Esto ha generado un cierto discurso de incomprensión. Se dice que “ya no podemos reírnos de nada”. Se habla de “ofendiditos”, de “piel fina”, del reinado de lo políticamente correcto. ¿Es esta una situación nueva? Por supuesto que no. Los límites del humor han sido explorados en todos los periodos históricos.

Serviles y liberales contra las mofas

Si nos centramos en los últimos siglos, podremos comprobar que esta polémica estuvo presente en las mismas bases de nuestro sistema parlamentario y de la configuración de nuestra opinión pública.

Así lo demuestran los diarios de sesiones de las Cortes de Cádiz (1810-1814), que recogen las discusiones de sus diputados. De un lado, los nostálgicos del Antiguo Régimen, llamados “serviles”, demostraron repetidas veces su indignación por las burlas anticlericales de sus rivales. Pero estos, los liberales, que también tenían sus propios límites, clamaban al cielo cuando los temas que ellos consideraban sagrados (la constitución, la soberanía, la libertad) eran objeto de mofa por parte de los serviles, que gustaban de parodiar su pasión y su jerga revolucionaria.

¿Quiénes somos?

Todas las corrientes de opinión tienen sus líneas rojas; todos decimos tener sentido del humor hasta que nos tocan la fibra sensible. El ridículo duele, y duele a todo el mundo, por eso la risa es tan poderosa.

De los incidentes de ¡Cu-Cut! al secuestro de El Jueves

A lo largo de los dos siglos siguientes, el humor ha seguido poniendo a prueba la calidad democrática de nuestros sistemas políticos y el garantismo de su libertad de expresión.

En noviembre de 1905, durante el reinado de Alfonso XIII, un grupo de oficiales asaltó, para escándalo de la opinión pública, la redacción y los talleres de la revista satírica ¡Cu-Cut! a cuenta de una viñeta que habían considerado ofensiva al poner en duda –tras las recientes derrotas de 1898– su capacidad de ganar guerras. El trato permisivo recibido por estos militares avivó el fuego de la oposición catalanista contra el poder central y puso de manifiesto el cariz conservador del edificio político de la Restauración.

Cabe preguntarse, bajo un sistema democrático como el nuestro, en qué medida hemos resuelto estas tensiones entre libertad y respeto a la autoridad. Y podemos concluir que no están en absoluto superadas.

En julio de 2007, el secuestro, por injurias a la Corona, del número 1 573 de la revista El Jueves tuvo una enorme repercusión en los medios de comunicación y las redes sociales. No menos polémico fue el sketch de Dani Mateo en 2018 en el programa El Intermedio, sonándose la nariz con la bandera de España, que le supuso la apertura de una causa judicial.

Antes, en 2012, el cantautor Javier Krahe había tenido que acudir a juicio por un presunto delito contra los sentimientos religiosos por un vídeo muy anterior (1977) en el que enseñaba cómo cocinar un Cristo. En 2018, la tuitera Cassandra Vera fue absuelta por el Supremo de una condena previa de la Audiencia Nacional por bromear sobre el atentado que en 1973 acabó con la vida del presidente del gobierno franquista Luis Carrero Blanco.

La pedagogía de la risa

El ejército, la Corona, la patria, la religión, la memoria histórica de la dictadura, ¿son estos poderes fácticos los que marcan los límites del humor en la España actual? De ser este el caso, las instituciones deberían comprender que la sátira es un mecanismo de control, uno de los instrumentos que la opinión pública tiene para vigilarlas y reformarlas.

Este punto de vista fue sostenido, ya en el siglo XVIII, por el conde de Shaftesbury, que escribió en el marco del precoz parlamentarismo inglés. En su Sensus communis. Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor (1709), nos decía que, lejos de ser una frivolidad, el humor era un instrumento fundamental para el cambio, para hacer a la sociedad virtuosa.

La risa emerge ante lo contradictorio, lo antinatural, lo que es ridículo y debe ser mejorado. Lo cómico –y esto es algo que hemos heredado de la Ilustración y esta, a su vez, del mundo clásico– es un producto del ingenio, y tiene un enorme poder pedagógico.

Pero el debate sobre los límites del humor no se limita a la lucha entre los poderes fácticos y la risa contestataria.

La realidad es que el humor –lo hemos podido comprobar con los serviles en las Cortes de Cádiz– no es necesariamente progresista ni revolucionario. Como vehículo de expresión, puede ser tremendamente reaccionario. Pensemos en los chistes machistas, los xenófobos o los homófobos; mucho más habituales, mucho menos perseguidos.

Aprender a reír

¿Qué podemos hacer en este caso? ¿Deben acudir entonces las instituciones en defensa de nuestros valores sociales –en principio, compartidos por casi todas las tendencias políticas– basados en la tolerancia y el respeto a la diversidad? ¿O debe, por el contrario, primar la libertad de expresión? ¿No resultaría entonces paradójico, como apuntó Karl Popper, tolerar al intolerante? ¿Puede ser el humor descontrolado, como temían Platón y Hobbes, un instrumento de opresión?

Si volvemos al conde de Shaftesbury, podremos constatar su reconocimiento de la existencia de un humor inadecuado, poco ético; pero el autor achacaba su existencia a la falta de educación. Desde este punto de vista, y si extrapolamos ese razonamiento a la sociedad actual, sería un Estado pedagógico y no uno policial, el que debería acabar con los chistes de mal gusto, con la típica risa opresora y estruendosa de los villanos de película.

En definitiva, no podemos perseguir la burla cruel sin caer en la censura, pero hay una manera más efectiva y democrática de acabar con esas bromas que refuerzan los prejuicios sociales, que no puede ser otra que el fomento público de unos valores ciudadanos basados en la tolerancia y el respeto; la creación de una sociedad que tenga los derechos humanos y las libertades como gran referente.

El oxígeno de la burla es la risa. Si cuento un chiste y la gente se ríe, lo volveré a contar. Pero si se escucha el chirriar de los grillos, o si se me hace ver que es de mal gusto, entenderé que no era gracioso, y no lo repetiré. La clave está en el público, no en el humorista. Es en el pacto educativo, el discurso de igualdad y el fomento de la lectura y del pensamiento crítico en lo que deben afanarse quienes nos gobiernan, y no en la persecución selectiva de los chistes.