Sobre un cuadro de Juan Bautista de Espinosa
Una maravilla pintada hace 400 años que merece, por sí sola, una visita al Museo de Bellas Artes
En la exposición temporal "Colección Masaveu: objeto y naturaleza. Bodegones y floreros de los siglos XVII y XVIII" en el museo de Bellas Artes de Asturias, podemos admirar (hasta el 8 de enero) naturalezas muertas, bodegones, flores y mitos. No soy mucho de floreros pintados, por ello, el número presente me parece excesivo, y tampoco especialmente devoto de los resabios clásicos de los cuadros de Arellano dedicados, como alegorías, a los sentidos. Pero los bodegones, tan soberbiamente tratados, son excelentes. Echo de menos a Sánchez Cotán (ya que creo que hay uno al menos en la colección Masaveu que aquí no encuentro), aunque su figura aparece reflejada en los cardos, tan caros a este pintor, en una imagen de Alejandro de Loarte. Son un buen número de obras y de firmas famosas. De Luis Meléndez, otro grande del género, se recogen nada menos que doce bodegones, los que pinta al final alcanzan una maestría sin igual: unas hogazas de pan, que apetece comer, o unos besugos, tantos años después de pescados ¡fresquísimos! Hiperrealismo. Juan Zurbarán aparece con unas manzanas en una cesta, en las que pinta el tacto de su piel, y recoge el verde moho que el tiempo de pintarlos ha nevado sobre algunas de ellas (como le pasa al membrillo de Antonio López), al lado unas granadas donde también se luce con la luz que reflejan los granos, y junto al cesto un "cacharro" de porcelana como el que, a nombre de su padre, conserva el Prado.
Nos centraremos en uno que, él solo, merece que nos acerquemos al Museo. El cuadro fue pintado, como vemos firmado en latín en el lomo de las repisas de madera, por Juan Bautista de Espinosa en 1624. Todo lo que acontece en la composición apela a la simetría, si bien con pequeños cambios, como los dos azucareros, que en una parte está uno cerrado y en la otra, otro abierto mostrándonos el blanco contenido; o las cucharas de plata, que son al otro lado compensadas con un cucurucho de lo que parecen palitos de pan; o las naranjas, a ambos lados al límite del mantel bien planchado, una con el eje de su "geoide" vertical, otra tumbada, y en el centro media, partida, mostrando la humedad de su pulpa. Es ese, el reino de lo líquido, el que con mayor destreza culmina el pintor en esta obra. El agua dentro de las jarras de barro, al aire, suelta; luego el líquido confinado en las vasijas de vidrio que, según sea su contenido, agua, aceite o vinagre, y matizado por los colores que tienen a su vera, va variando el del propio fluido.
Haciendo aquellos ajustes de zoom que le gustaban a Harrison Ford en "Blade Runner" (o, más fácil ¡poniendo las gafas de cerca!), podemos ver como se dibuja, en ambas vasijas de lágrima, en su lado convexo (al exterior de las piezas vítreas), perfectamente, una ventana, con un montante horizontal, y unas rejas y esa luminosidad que entra (suponemos de una calle toledana por el repujado del bronce de las bandejas), se estrella, aumentada, en el interior cóncavo y, además, el líquido se oscurece, con la sombra, o el reflejo, de un caballero con sombrero y capa, que es el propio pintor que se representa. Si nos vamos a los dos elementos dorados, con forma de campana, en primer término, volvemos a descubrir esa ventana y la oscuridad reflejada del artista sobre su superficie curva, que aquí, por el bruñido del metal, aparece difusa; además, en el de la izquierda se refleja el color de la naranja vecina.
Lo dicho, basta con un cuadro, si lo sabemos disfrutar, para encontrar el placer que nos envía, desde hace cuatrocientos años, este pintor que yo desconocía, desde una habitación con rejas, que guardan la riqueza, y unos pinceles sabios con enorme destreza.
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