Fernando Botero, el artista del volumen y del cuerpo y autor de "La Gorda" ovetense, muere a los 91 años
Popular por sus obras de voluptuosas figuras, seguía trabajando en su estudio hasta que recientemente sufrió una neumonía por la que fue ingresado y de la que se recuperaba en casa

Botero, posando ante su «Caballo de picador», en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. | Alfredo Aldai / Jacobo de Arce
Jacobo de Arce / Elena Fernández-Pello
Da igual de lo que se tratase, animales, frutas o personas: en las pinturas y esculturas de Fernando Botero, fallecido ayer en Mónaco a los 91 años de edad a causa de las complicaciones derivadas de una neumonía por la que tuvo que ser ingresado y de la que ya se recuperaba en casa, todo tenía un grosor superior al que marcaba la norma. Él decía que lo hacía así porque, en la pintura, por ejemplo, esos volúmenes le permitían crear campos de color. Pero también reconocía que quizá solo se tratase de sus propias obsesiones, y que probablemente moriría con ellas.
Y así ha sido, porque no ha dejado de pintar hasta sus últimos días. Y porque incluso su obra más reciente está repleta de esos personajes orondos que se han convertido en lugar común de poderosas galerías y grandes museos, pero también en las calles y plazas de todo el mundo. No abundan los artistas tan prolíficos, como tampoco los que puedan presumir de haber colocado tanto arte público. Botero gustaba (o parecía gustar) a todos, y en particular a instituciones y personajes célebres. Él mismo lo era: un exitosísimo nombre propio del mundo del arte que consiguió convertir su obra en una rentable divisa.
"Murió con 91 años, tuvo una vida extraordinaria y se fue en el momento indicado", declaró su hija Lina, tras conocerse su fallecimiento, al periódico "El Colombiano", de Medellín, en el que comenzó a publicar sus ilustraciones un jovencísimo Botero. También lo recordó como una persona "que dedicó su vida a su país, que fue el tema de su obra artística". Su padre fue sin duda el artista plástico más célebre que ha dado el país latinoamericano, pero también uno de los más populares del planeta, creador un fenotipo humano absolutamente reconocible: los "boteros". Sus figuras parecían huir de la esbeltez y del ángulo como de la peste. Era una obsesión, esa que él reconocía, que venía de su adolescencia. Quizá porque antes de artista estuvo a punto de ser torero, y precisamente fueron los toros, animal rotundo, lo que antes, todavía niño, convirtió en dibujo. Aunque él siempre contaba que lo primero verdaderamente boteriano que pintó fue una mandolina (el instrumento musical). Una con un cuerpo especialmente voluminoso que después llevó a varias de sus pinturas posteriores, y que solía encajar en bodegones con sobredosis de curvas: naranjas, peras y hasta mesillas de formas circulares.
Exuberancia y monumentalidad son dos palabras que, desde entonces y hasta hoy, han marcado a fuego una obra que algunos encajan en la nueva figuración de la segunda mitad del siglo XX, otros directamente en el arte pop.
Su primera pintura célebre fue un gigantesco cuadro de su amigo, el campeón de ciclisimo Ramón Hoyos Vallejo, que le dedicó en 1956, cuando este estaba en la cima de su carrera. No fue el único personaje célebre que pintó. Su Franco, retrato del generalísimo dictador español, es uno de los hitos del Museo Reina Sofía. Pero hasta el mismísimo Jesucristo (y Judas), la Mona Lisa o "El matrimonio Arnolfini" de Van Eyck, que versionó con su mirada, han aparecido en sus lienzos. Sin embargo, aunque sus obras pudieran rozar la política o la religión, casi siempre rehuyeron la polémica o la reivindicación. Fue así al menos hasta la última etapa de su vida, cuando ya en los años 2000 quiso llevar a su trabajo el conflicto que desangró a su país durante décadas, y que antes nunca había tocado, o inmiscuirse en cuestiones tan lacerantes como las torturas que el ejército estadounidense llevó a cabo en Abu Grahib. Hasta ahí, casi todo habían sido burgueses, momentos protocolarios y palacios; obras inspiradas en los clásicos, fiestas populares y escenas familiares; pero también animales, muchos animales, y todavía más desnudos, infinitos desnudos. Una verdadera obsesión con el cuerpo y la sensualidad.
Fernando Botero nació en Medellín en 1932, en el seno de una familia de clase media-baja. Cuando era apenas un chiquillo asistió a una escuela de tauromaquia, una pasión que, aunque como practicante abandonó pronto por un accidente leve, ha seguido siendo una constante en su vida y en su obra. Aficionado al dibujo y a la pintura ya desde muy pequeño, presentó su primera exposición en 1948, en su ciudad natal, poco antes de mudarse a Bogotá y entrar en contacto de lleno con la vida cultural de la capital colombiana. Un premio y el dinero conseguido con la venta de sus obras le permitieron con apenas 20 años trasladarse a Europa. Su punto de entrada al continente fue Barcelona, donde pasó unos meses. En Madrid amplió sus estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando mientras se empapaba de las pinturas que veía en el Prado y que luego trataba de reproducir. Sus siguientes paradas fueron el París de los existencialistas y por supuesto Florencia, donde cayó rendido ante el arte del Renacimiento.
Aquel encuentro subyugante con las formas y temas clásicos fue tamizado, a su vuelta a Colombia, por las vanguardias que corrían con fuerza por las venas abiertas de América Latina. Su pintura "La camera degli sposi (Homenaje a Mantegna)" era la encarnación perfecta de esa síntesis, que también parecía rubricar su matrimonio con Gloria Zea, quien más tarde sería directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Las obras de Botero fueron adquiriendo un carácter propio que gustaba en las grandes capitales, incluida Nueva York, que ya se estaba consolidando como nuevo centro absoluto del arte internacional.
En la gran manzana recaló tras pasar por México, donde se divorció de Cea tras apenas cinco años de matrimonio. En esta ocasión, el choque fue de lleno con el expresionismo abstracto, con los Pollock y De Koonig que también dejaron su rastro en obras suyas como "La apoteosis de San Juan". Es quizá la época menos reconocible de Botero, porque la forma queda bastante diluida por el color. Pero el artista recuperó enseguida su rumbo al descubrir el arte pop que empezaba a imponerse. Su primera exposición en Estados Unidos tuvo lugar en Milwakee en 1962, y fue el trampolín definitivo para convertirse en el nombre de fama internacional que sería después. Un éxito que se vio empañado por la trágica muerte de su hijo Pedro, fruto de su matrimonio con su segunda mujer, Cecilia Zambrano, que con tan solo cuatro años falleció en el accidente de tráfico que la familia tuvo en una carreta andaluza en 1970. Tras aquel episodio, en el que casi pierde su mano derecha, Botero se encerró durante meses en su estudio de París y pintó "Pedrito a caballo", una de sus obras más célebres.
Los años 80 y 90 del pasado siglo vieron cómo museos y galerías de todo el mundo demandaban con glotonería su obra, mientras en su trabajo iba entrando cada vez más escultura y sus rechonchas (él siempre rechazó el término "gordo") estatuas iban invadiendo las ciudades de todo el planeta. No había ayuntamiento que no quisiera un Botero en sus plazas y bulevares. En España las hay en Madrid, Barcelona, La Coruña, Palma de Mallorca y Oviedo.
Esa estatura de artista global se reflejaba también en su vida personal, repartida entre las casas que poseía en Nueva York, Italia, Colombia y Montecarlo. Pero a pesar de esa vida cosmopolita, nunca renunció a sus orígenes y a un vínculo especial con su país que ayer destacó el presidente colombiano, Juan Manuel Santos: "Lamentamos profundamente la partida de Fernando Botero, uno de los más grandes artistas de Colombia y del mundo. Siempre generoso con su país, un gran amigo, y apasionado constructor de paz. Nuestras más sinceras condolencias a toda su familia".
En 2003, Botero donó al Museo Reina Sofía su retrato de Franco. Buena prueba de su popularidad en nuestro país son las frecuentes exposiciones que recorrían nuestra geografía. Las sedes de Marlborough, su galería de siempre, en Barcelona y Madrid, lo recibieron en 2018 y 2019. En la capital, el espacio CentroCentro acogió en 2020 una muestra con más de 60 obras suyas que después ha seguido girando, y actualmente, hasta el próximo mes de noviembre, la Fundación Cajamurcia ofrece en la capital murciana otra exposición dedicada al artista, "Sensualidad y melancolía".
En una entrevista realizada por Juan Cruz para el periódico "El País", durante su paso por Madrid en 2019, el artista colombiano celebraba con cierta guasa el éxito conseguido: "La gente que ve un Botero lo recuerda, se le graba en la mente. Yo lo veo a un kilómetro, y sí, la gente lo busca. Está mal que lo diga, pero soy el pintor vivo que más ha expuesto en el mundo, incluido China. Allí dicen: ‘¡Hasta los niños chicos reconocen un botero!’".
«La Gorda», un hito en pleno corazón de Asturias

«La Gorda», el día de su inauguración en la Escandalera, en 1996. | LNE / INAUGURACION DE LA ESCULTURA DE FERNANDO BOTERO "LA MATERNIDAD" (LA GORDA). 1996
«La Maternidad» de Botero llegó a Oviedo, procedente de Rubí, en Barcelona, el 14 de febrero de 1996 y al día siguiente el entonces alcalde, Gabino de Lorenzo, se la presentó oficialmente a la ciudadanía. La escultura había sido donada por la empresa Oviedo de Cable. Se barajaba que había pagado por ella 75 millones de pesetas, aunque el dato no se llegó a confirmar nunca, y era, como todos esperaban, muy voluminosa: 2,46 metros de alto y 800 kilos de peso, subidos a un pedestal, en plena Escandalera, en pleno centro de la capital asturiana.
La escultura había sido creada en 1989 por el artista colombiano y fue fundida en el taller de Mariani, en Italia. Para instalarla hubo que hacer algunas reformas en la plaza: se arrancaron algunos magnolios y se eliminó un quiosco.
Los ovetenses no tardaron mucho en sustituir el nombre oficial de la escultura, una madre con su niño en las rodillas, ambos bien orondos, por un mote más familiar: «La Gorda», y así ha pasado al acervo popular, convertida en toda una referencia urbana y uno de los emblemas de la ciudad más fotografiados.
A Fernando Botero le gustaba que sus esculturas estuvieran en la calle, donde el público puede acceder a ellas: «Es sinónimo de que has llegado a la gente, tienen ganas de tocar lo que tú has hecho. El contacto físico del espectador reproduce el gesto del artista al acariciar su obra».
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