Franco Torre

La chica del cuadro

Veintiún años, ocho meses y seis días. Ese es el tiempo que transcurre entre la huida de Carlotta y su inesperado retorno a la vida de Ismaël Vuillard. No sabemos qué ha hecho ella durante ese tiempo, dónde ha estado, con quién. Pero Ismaël, cineasta en ejercicio, ha contado los días. Ella es el principal, aunque no el único, de los "fantasmas" que acosan a Vuillard. Y ella, encarnada por Marion Cotillard, es junto a la Sylvia que interpreta Charlotte Gainsbourg el principal activo de un filme que, cuando las dos mujeres desaparecen de plano, se desangra sin remedio.

El punto de partida de "Les fantômes d'Ismaël" no podría ser más atractivo. El retorno de Carlotta revoluciona al tiempo la vida de Ismaël, su entorno y la filmación de la película en la que trabaja: un filme de espías en el que fantasea con la figura de su propio hermano, Iván. Otra figura ausente, otra persona que ha preferido el exilio voluntario a vivir junto al cineasta. También funciona el mecanismo elegido por Arnaud Desplechin, combinando los saltos temporales con insertos de la película que rueda Vuillard.

En su primer tramo, el mejor sin duda, "Les fantômes d'Ismaël" luce ágil y engrasada, un caos controlado que brilla tanto en los momentos cómicos como en aquellos más reflexivos. El despegue definitivo del filme se produce con la aparición de Carlotta, misteriosa, magnética, irresistible. Tan hermosa como luce en el cuadro que Ismaël guarda en su casa, el último vestigio de aquel primer amor. Una fuerza imparable en ruta de colisión con el mundo que han creado Sylvia e Ismaël, en esa casa de la playa donde él se recluye a rematar su guión. En ese drama a tres bandas reside lo mejor de una película que, en el momento en el que el trío protagonista abandona la casa de la playa, se hunde.

Sylvia queda fuera de juego y Carlotta ha de purgar su huida con una fatigosa procesión por el registro, antes de enfrentarse a su padre. Escenas sueltas de una y otra mientras la cámara se ancla a Ismaël, un sólido Mathieu Amalric que, sin embargo, no tiene el magnetismo de Cotillard ni la calidez de Gainsbourg. Sin ellas, al intérprete le pasa como a la película: se pierde.

Ese caos controlado de la primera parte se descontrola. Algunos gags resisten (la desproporcionada reacción de Bloom en el avión, el disparo) y Desplechin enseña alguna carta marcada (la referencia a "El matrimonio Arnolfini", en cuyo espejo se mira Carlotta en la casa de la playa). Pero el conjunto se resiente irremediablemente para derivar en un final abrupto e insatisfactorio. La reflexión sobre la ausencia alcanza entonces, también ella, una condición metacinematográfica: la película era mucho mejor con Gainsbourg y Cotillard.

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