El sádico arte de matar

La llegada de Saw al cine de terror fue considerada por algunos como una especie de aire fresco (sería más oportuno decir podrido) al género, convirtiendo el sadismo en un planteamiento con el que enganchar a los aficionados que se divierten viendo cómo se hace trizas a los personajes en manos de un piscópata inteligente. Y con una ejecución nada sutil: el éxito de la propuesta dependía en buena medida del grado de asco que consiguieran provocar sus imágenes. Las ingeniosas formas de torturar y despedazar personajes reservando para el final algún giro argumental más o menos imprevisible llenó las salas de sangre, vísceras y aplausos. El éxito hizo que empezaran a llegar las secuelas. Salvo la tercera, que apuntaba algún detalle distinto y más inteligente, todas eran mediocres e insufribles jugadas comerciales en las que se estiraba la idea hasta el sopor.

La octava propuesta intenta relanzar la franquicia de la mano de dos directores con algún título interesante a sus espaldas, y si bien las formas presentan un poco más de lustre, el fondo sigue siendo inalterable: una apología de la salvajada que convierte a un asesino en algo parecido a un héroe al que admirar por sus pretensiones justicieras y su incuestionable inteligencia para matar a sus víctimas de forma original.

Repulsiva en muchos momentos, mal interpretada en líneas generales y con un guión lleno de agujeros, Saw VIII se desangra poco a poco con trampas y trucos demasiado vistos. Con ocho basta, por favor.

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