Tino Pertierra

Reíd, reíd, malditos

Arthur ríe y llora al mismo tiempo. Como el mundo que vivimos. Gotham, esa ciudad corrompida y putrefacta de odios subterráneos y reyes postrados de la comedia, es un circo de cinco pistas donde los payasos son apaleados, despedidos, humillados. Su mente es un caos: reflejo de la suciedad anónima que le rodea. Como el Norman Batres de Psicosis, su madre es anclaje y voladura. Como el perturbado de Taxi Driver que se monta su propia pesadilla de justiciero enloquecido, cree que encuentra el amor cuando lo único que acaricia son sus propios autoengaños. Y como el cómico de El rey de la comedia (Robert De Niro en ambas películas grandiosas de Martin Scorsese, importado aquí como referencia entre líneas), el desgraciado Arthur tiene unos sueños que se van desmoronando poco a poco llevándose su cordura por el camino,

Voy a serles franco: me sobran los vínculos de este Joker con el universo de Batman. No estorban pero me dan igual. Las escenas con los Wayne engarzan con la galaxia de los superhéroes (a modo de avance, de explicación, de guiño) pero lo que verdaderamente importa, e incomoda y aturde, no es la irrealidad del cómic(o) sino su angustiosa, enervante y destructiva realidad. No es el Nicholson de salvajes gamberradas ni el Ledger de explosivas catarsis: asistimos a la brutal descomposición de un ser humano que va descubriendo piezas de su puzzle vital hasta completar una figura rota y tóxica. Como el conductor de taxis al que terminarán considerando un héroe tras su masacre justiciera, su bajada a los infiernos nace desde el acorralamiento y la desesperación. Mentalmente adulterado -necesita medicación, ayuda, consuelo, desahogo: todo se lo arrebatarán los recortes sociales), el futuro Joker no sabe contar ni un chiste (toc, toc) y solo le sale una risa empapada de lágrimas.

La violencia le sale al paso y se convierte, sin pretenderlo, en un ejemplo a seguir por quienes no tienen nada que perder. Ese tren infernal cargado de payasos dispuestos a hacer arder las calles reventando el orden establecido es la perfecta imagen de un viaje salvaje hacia el caos, mientras el "héroe" de esas masas enloquecidas se descuelga con un baile extravagante que tiene mucho de ceremonia de la aceptación al tiempo que se distancia de sus seguidores: su apocalipsis es personal e intransferible.

A Todd Phillips se le podrá cuestionar alguna solución efectista y ciertos coqueteos con la obviedad, pero lo que destaca en su sorprendente trabajo es la implacable labor de demolición que ejecuta sobre su personaje, al que acecha con una cámara despiadada que exprime cada sombra y una música punzante de la chelista Hildur Guðnadóttir (suyos eran los escalofríos radiactivos de Chernobyl, por cierto).

El villano sin paliativos que es ese Joker que al final toma las decisiones más salvajes convierte su doble orfandad un camino de ida y muerte hacia la locura, y solo una (parte de la) sociedad, tan enferma como él puede aceptarlo como héroe libertador frente a unos poderosos que estrangulan a los más débiles. Incómoda, turbadora y por momentos brutal, este Joker convierte las sonrisas en un legado de sangre. Toc, toc. Llamando al infierno.

P.D. Phoenix: gracias.

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