Seguro que en algún despacho de Disney se escapó algún suspiro de alivio cuando se decidió que, dicen que por el coronavirus, Artemis Fowl no se estrenaría en salas. Y es que cuesta imaginar que alguien viera este desaguisado en las proyecciones iniciales y sin llevarse las manos a la cabeza ante los desastres que inundan la pantalla casi desde el principio y sin abandonarla hasta el final. Qué lejos quedan los tiempos en los que al irlandés Kenneth Branagh se le recibió con los planos abiertos: se le llegó a considerar una especie de Orson Welles (capaz de adaptar a Shakespeare con brío juvenil en Enrique V, de coquetear con el suspense nuboso en Morir todavía o rodar amables piezas de cámara como Los amigos de Peter) o el discípulpo aventajado de Laurence Olivier. Nada menos.
El tiempo ha dejado claro que Branagh es un actor excelente y siempre fiable, y también que como director hace bastante que tiró la toalla creativa para convertirse en un ensamblador de proyectos cargados de dinero y vacíos de contenido. Sus últimos coletazos estimables se remontan a su megalómano e intenso Frankenstein (1994). Luego llegarían unas versiones shakesperianas aceptables y en 2011, tras convertir en pedrusco una joya como La huella, se dejó de inquietudes artísticas y abrazó sin recato la causa del cine más descaradamente comercial con películas que podrían haber realizado otros doscientos directores en su lugar. Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, La Cenicienta o Asesinato en el Orient Express eran títulos irrelevantes, rodados con aséptico oficio y sin el menor rastro del hombre que adaptó a Shakespeare con frecuencia y aceptable rigor. Artemis Fowl ni siquiera ofrece un espectáculo vacuo pero vistoso: un guión embarullado, unos efectos especiales del montón, una historia incoherente, destrozos digitales, unos protagonistas juveniles sosainas y una falta total de ritmo arruinan de arriba a abajo una función por la que deambulan unos despistadisímos Colin Farrell y (oh, no) Judi Dench con orejas puntiagudas. ¿Es todo malo? No: la música de Patrick Doyle nunca falla.