Días del cielo

Crecí viendo spaghetti western en el cine Capitol de Mieres, o sea, en el Cinema Paradiso de la Cuenca Minera, flanqueado en lo oscuro por Johnny, un Quijote del oeste vestido siempre de estricto pistolero, disparando a la esquina de la pantalla por donde aparecía el malo, el feo, y si acaso también el bueno, y silbando por lo bajo en la sesión infantil de las tres y en la de las cinco de la tarde.

También silbaba ese mismo son el recientemente desaparecido catedrático Vicente Peña, mientras nos pastoreaba lentamente en los exámenes de Filosofía, pasillo arriba, pasillo abajo, para poner de los nervios a aquellos presocráticos con granos y amenazando con que había llegado nuestra hora. Nadie se baña dos veces en el mismo Río Grande.

Siguieron desfilando, siempre en la gran pantalla, aquellas melodías susurradas, llenas de ecos y chasquidos, gangsters, jesuítas y forajidos, que fueron conformando una de las principales bandas sonoras de quienes nos refugiamos en el cine en un tiempo analógico anterior a internet. Unas melodías que consiguieron impregnar el relato hasta hacerse indisolubles con las luces y las sombras proyectadas, a través de cuatro o cinco notas, suficientes para soñar.

Si la emoción es el nuevo punk, este prolífico niño trompetista, al servicio estricto de la película, humilde y cabreado a la vez, seguirá siempre pateando puertas, agarrándonos de la garganta, rompiendo cristales y haciendo resonar el eco de los coros celestiales de nuevo, el silbido, el leit motiv en el horizonte reverberando al sol.

Entregaba su trabajo poco antes de cerrar la producción de las películas para que no pudieran exigirle demasiados cambios o decirle que no a sus frecuentemente arriesgadas y personalísimas aportaciones, aunque también dicen que Sergio Leone, su amigo de la infancia, se las ponía en un tocadiscos de madera a Clint Eastwood bajo el fuego de plomo del desierto de Tabernas para que la música lo arrastrara en un trance hasta donde el intérprete podía llegar y no lo sabía.

Voy a volver a una de mis películas favoritas: "Días del cielo", y a recordar que la más alta meta para cualquier artista es haber conseguido grabarnos muy dentro, hasta confundirlo con el rumor de las emociones, el oboe de Gabriel de "La Misión", la flauta de Pan de "Érase una vez en América", el himno para los vencidos de todo mundo que supuso la música de "Novecento".

Te esperábamos en Asturias. Adiós Morricone. Mi hijo se llama Olmo.

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